La esperada película de Coppola pone el foco en una solución para la humanidad que quizá no resulte tan fundamental
Después de décadas de especulaciones y de una costosa y dilatada producción, Megalópolis ha llegado por fin a los cines de todo el mundo: esta rara avis, con una ambiciosa vocación de obra maestra, desarrolla a lo largo de sus dos horas y cuarto de duración el manifiesto audiovisual definitivo de Francis Ford Coppola, que invita, en su mastodóntico ensayo, a reflexionar acerca de los problemas de las sociedades modernas dirigiendo su mirada hacia la antigüedad clásica y sus rencillas políticas.
Empleando una ambientación de inspiración clásica, Megalópolis escenifica un momento de inflexión en la ficticia ciudad de Nueva Roma, en el que la urbe debe decantarse por el continuismo pragmático del alcalde Francis Cicerón (Giancarlo Esposito) o tratar de alcanzar las estrellas que promete el “megalón”, un revolucionario material descubierto por el ambicioso científico César Catilina (Adam Driver). En el umbral olvidado por estos representantes de la élite, sin embargo, comienza a gestarse un movimiento de carácter populista liderado por el cínico Clodio Craso (Shia LaBeouf), que amenaza con quebrar definitivamente la débil paz social que aún sostiene la ciudad.
Una obra difícil de clasificar
De entre las miles de reseñas de carácter satírico o irónico que abundan en Letterboxd, me llamó especialmente la atención un mensaje que aseveraba que, fuera cual fuera la nota que pusieras a Megalópolis, seguramente esta fuese correcta; y es que la radical extravagancia y teatralidad que exudan cada uno de los fotogramas de la película dificultan que la cinta sea objeto de discusión dentro de los parámetros convencionales de la crítica fílmica. ¿Es Megalópolis un blockbuster? ¿Es una película de arte y ensayo? ¿Es una perfecta radiografía de la decadencia de Occidente o, simplemente, un pretencioso bodrio de 138 minutos de duración?
El Fitzcarraldo particular de Coppola, con sus citas a Shakespeare y sus reminiscencias a Fritz Lang, se ha convertido desde el momento de su estreno —e incluso antes— en un clásico de culto camp, que si bien cada espectador puede considerar más o menos fallido, busca con ahínco la experimentación formal para transmitir un mensaje que Coppola considera importante, con una actitud que —dada la gargantúesca inversión del director en la cinta— resulta justo considerar honesta.
El magnetismo genuino y extravagante de Megalopolis, que consigue mantener impregnada su impronta en el confuso espectador incluso horas después del visionado, solo lo alcanzan cintas tan difícilmente clasificables como Pink Flamingos (Roger Waters, 1972), El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1989) o la más reciente Annette (Leos Carax, 2021). Cualquiera de estas obras —y otras muchas que se quedan en el tintero— pueden hacer las delicias del público más cafetero u horrorizar al espectador más desprevenido, y quizás también generar la placentera ambivalencia que sin duda Megalópolis provocará con sus grandilocuentes secuencias a través de las pantallas de los cines que la exhibirán a lo largo de todo el mundo.
Los anacronismos de Megalópolis
Existen pocas dudas de que Megalópolis es como es, en parte, por su naturaleza de palimpsesto: ideada en 1977, el guion de la cinta debe haber sufrido sustanciales cambios con el paso de los años, si bien determinados aspectos del filme revelan el carácter algo desfasado de la cinta de Coppola.
El ejemplo más destacable y evidente es el maniqueo y trasnochado papel que se otorga en la película a los personajes femeninos, que bien se enrolan en el bando de las esposas comprensivas, puras y abnegadas o bien caen en las garras del misógino tópico de la bruja tentadora, ambiciosa y traicionera. Si los personajes masculinos que encarnan los dos ideales enfrentados en el filme (pragmatismo e idealismo) tienen sus lados grises, las mujeres son presentadas como completas villanas o perfectas compañeras, siempre en la órbita de los hombres y completamente dependientes de las acciones realizadas por el elenco masculino de Megalópolis.
Más allá del ineludible análisis de género, existe otro aspecto fundamental de la trama que revela la seductora anacronía de Megalópolis, y que reside en su fuerte conexión con la ya quebrada idea moderna del progreso: la naturaleza física de la panacea que presenta César Catilina, que en pleno siglo XXI parece insuficiente para resolver los desafíos que afronta la humanidad. El “megalón” es el material de la utopía en Megalópolis, un material de propiedades casi mágicas que puede emplearse para erigir hermosísimas estructuras capaces de resistir de forma perpetua el azote de los elementos y el deterioro provocado por el paso del tiempo. Si la ciudad no se rinde ante la ambición de Catilina no es por rechazar esta concepción de progreso basado en la expansión, sino por desconfiar en el potencial real de esta sustancia recién descubierta.
El eterno sueño del desarrollo
A pesar de que en ciertos momentos de la cinta se muestran otros aspectos casi místicos del megalón que trascienden a su aplicación industrial, en general la solución presentada por Catilina para la ciudad tiene que ver con el avance técnico-científico y la planificación urbanística racional, capaz de solventar la escasez material y de apaciguar, a golpe de desarrollismo, el malestar social que se está gestando en las calles de Nueva Roma.
Es preciso señalar que la ideología de Catilina no tiene por qué etiquetarse necesariamente como un pensamiento elitista y mesiánico de derechas, pues pocas estampas reflejan tan bien el anhelo de avance y emancipación mediante la producción industrial que el irrealizado Monumento a la Tercera Internacional proyectado por el artista soviético Vladimir Tatlin en el año 1920. Esta enorme torre espiral de hierro y acero señalaba al cielo como único límite del desarrollo del comunismo y la humanidad, si bien la falta de materiales en la Unión Soviética encerraron el proyecto en los planos y en la mente del visionario Tatlin para siempre.
Si la trama de Megalópolis se hubiese comenzado a gestar en el siglo XXI por un cineasta millenial, ¿habría seguido escogiendo el nuevo realizador el megalón como la sustancia del progreso?, ¿habría depositado el director la llave de la felicidad humana en el desarrollo industrial? Quizá si consiguiésemos extraer megalón de una profunda cueva de Peñalara podríamos construir suficientes viviendas para solucionar el grave problema que afrontan la Comunidad de Madrid y otras tantas regiones de España. Sin embargo, todavía tendremos que esperar un tiempo —por lo menos hasta que finalicen los desarrollos en Valdecarros o Campamento— para comprobar si la vía de Catilina es la adecuada o si, como apuntan otras muchas voces, son necesarias otras decisiones que aborden de raíz estas y otras problemáticas contemporáneas que empañan nuestro futuro.
¿Dónde está nuestro megalón?
Al realizar una encuesta a pie de calle preguntando por la naturaleza del “megalón” posmoderno, seguramente nos encontraríamos con todo tipo de respuestas, que se alejarían de la herencia alquímica coppoliana: un algoritmo de inteligencia artificial lo suficientemente poderoso podría definir el futuro de la humanidad, o quizá lo conseguiría la síntesis de una hormona capaz de retrasar el envejecimiento o curar las más terribles enfermedades.
Con las ideas referentes al metaverso y la inteligencia artificial todavía muy presentes en los planes de las big tech, parece que la humanidad ha renunciado al paraíso material que promete César Catilina a favor de un presente plagado de neurosis nacidas bajo la sombra de patógenos microscópicos, del intercambio de divisas virtuales y de la recolección de capital social a través de valiosos likes. Al igual que en Nueva Roma conviven los más nobles y sublimes deseos con las más sórdidas y miserables existencias, los Catilinas y Cicerones de nuestro tiempo afrontan este trascendentalismo digital junto a la disputa por los recursos naturales necesarios para generar energía y construir dispositivos, en tiempos de escasez e irreversible cambio climático.
Ursula K. Le Guin y su utopía ambigua
Quizá no debamos centrar nuestra mirada en el objeto del megalodón, sino en el sujeto de este ansiado demiurgo. La escritora Úrsula K. Le Guin ya realizó este osado ejercicio en su novela de 1974 Los desposeídos: una utopía ambigua, en el que especula con un orden social ácrata y horizontal establecido en el planeta Anarres, donde las difíciles condiciones materiales son afrontadas a través de la cooperación y la solidaridad. Esta novela de ficción anarquista no es, con todo, un ejercicio de utopismo ingenuo, pues ya en su propio título desvela la intención de explorar los desafíos que plantea el mantenimiento de una sociedad sin jerarquías ni imposiciones, así como los límites de una utopía alcanzada no mediante el progreso técnico si no a través de la transformación política y social.
LeGuin no cae en una postura tecnófoba en las páginas de Los Desposeídos, sino que elude el determinismo tecnológico que en ocasiones empaña los discursos relacionados con la innovación y el desarrollo: la organización del trabajo en Anarres, de hecho, es posible gracias al trabajo de un poderoso ordenador capaz de distribuir las tareas entre los diferentes obreros del globo. A pesar de que el Chile de Allende trató de implementar una idea similar con su proyecto Cybersin, en el planeta Tierra del siglo XXI, sin embargo, la potencia tecnológica alimenta miles de servidores que, incansablemente, trabajan para arrancarnos a pedazos fragmentos de información que se distribuyen como esquirlas doradas en el agresivo mercado de la información cibernética.
El individuo excelso contra la colectividad
En el Anarres de Le Guin –y así lo teoriza la propia novela– no habría espacio para un César Catilina ni para cualquier otra figura de carácter mesiánico. La utopía ambigua del planeta anarquista se encuentra lejos de parecerse a un idílico jardín del Edén, si bien son sus propios habitantes los que manejan el timón de sus destinos, con mayor o menor fortuna. En Megalópolis, a miles de años luz, Elon Musk, Jeff Bezos y otros jerarcas de Silicon Valley acaparan poder y recursos, haciendo realidad las tesis del siniestro aceleracionismo capitalista que promueven autores neorreaccionarios como Nick Land, con el objetivo de dinamitar los cimientos de la democracia mediante la innovación tecnológica impulsada con total ausencia de ética y control popular.
Megalópolis te puede gustar más o menos, y se puede estar más o menos en desacuerdo con su discurso utopista y mesiánico, si bien Coppola, en su exquisito delirio audiovisual, tiene razón en algo: necesitamos hablar en serio del futuro que queremos construir, si bien resulta incluso más importante debatir sobre la manera en la que tomaremos las decisiones que lo posibilitarán. Esta organización del poder —y no el descubrimiento del megalón— será la que determinará si, dentro de 100 años, viviremos en Nueva Roma, en la distópica California de Philip K. Dick, en el lejano planeta Anarres o en la inquietante ilustración oscura en la que parece que, poco a poco, estamos sumergiéndonos.