La publicidad siempre está presente: cuando esperamos a ver nuestra serie favorita, en la parada del autobús, en revistas, en redes sociales… incluso cuando estamos paseando por las grandes ciudades somos bombardeados por información, aunque no seamos del todo conscientes sobre ello.
Puede que el resultado que nosotros veamos sea simplemente una foto o un anuncio de apenas un minuto, pero el trabajo que hay detrás es mucho más extenso de lo que alcancemos a imaginar, y el foco principal que se tiene en cuenta son las emociones. De esto se encarga el neuromarketing, de conocer los patrones que sigue nuestro cerebro para aprovecharlos y hacer que el acto de la compra sea más eficaz. Todo influye: cómo están colocados los productos, qué tipo de música hay en el establecimiento, los olores, colores… son un todo que cuenta. Ese subconsciente que no podemos llegar a dominar es el que nos lleva a hacernos de vez en cuando la pregunta, ¿por qué compré esto? ¿realmente lo necesito?
Y ahí es cuando aparece el consumismo, el no estar satisfecho con lo que ya tienes, la felicidad instantánea que produce comprar, que viene con fecha de caducidad y que pronto será reemplazada por algo nuevo y “mejor”. Quizás esto solo sea un reflejo de la sociedad, del individualismo, de la superficialidad de lo material, que creemos nos define como personas cuando por más que intentemos mirar más allá sigue haciéndonos idolatrar eso: un objeto al que nosotros atribuimos unas características que a veces casi rozan la divinidad. Ahora tratan de convencernos que no nos creamos todo lo que vemos a través de una pantalla, y aunque nosotros mismos nos autoconvencemos de que es solo una distorsión de la realidad, nuestro yo más interno no quiere conocer la verdad. Por un lado, hacen que nos creamos especiales, pero el lenguaje no verbal y las imágenes que proyectan chocan con esta idea, pues siguen presentando una versión mejorada del primer mensaje: “lo necesitas para ser feliz”. Y ahí es cuando entra en juego la publicidad, apelando a nuestras emociones y escogiendo el momento correcto en el que aparecer y sorprendernos.
Probablemente todo esté en nuestra cabeza y podamos evitar esa espiral consumista que nos absorbe, pero ¿realmente queremos? Al final del día la mayoría de nuestras acciones van ligadas a la impulsividad, pues los recuerdos se crean a partir de los sentimientos que nos arraigan a ellos, independientemente de si fueron buenos o malos. Un ejemplo de esto sería el conocido Toro de Osborne: en España se encuentran repartidas un total de 91 de estas siluetas. A pesar de la prohibición de colocar anuncios que puedan distraer a los conductores en las carreteras, el toro consiguió quedarse y declarado patrimonio cultural por su simbología, eso sí, sin rastro del nombre de la marca. El anuncio de El Almendro con su histórico “Vuelve a casa por Navidad” también ha logrado dejar huella, y ha sido responsable de alguna que otra lágrima. Pero, sin duda, una de las grandes empresas que se caracteriza por sus estrategias de marketing es Coca-Cola, que no se ha posicionado como líder en el mercado solo por su sabor único: su inversión en publicidad y estrategias de marketing han logrado que asociemos esta bebida con la felicidad. Este es un concepto muy potente, ya que, en definidas cuentas, nuestra vida es una búsqueda constante de ella.
El trasfondo que esconde esta forma de comunicación no implica que debamos verla como un enemigo que nos engaña constantemente; hoy en día es la forma más efectiva de dar a conocer un producto y una de las principales fuentes de ingresos con las que se sostienen muchos negocios de los que no podríamos seguir disfrutando si no fuera por estas inversiones. No por ello se debe permitir que roce los límites de lo que se considera correcto, pero, a fin de cuentas, la publicidad seguirá siendo uno de los pilares fundamentales de la economía y del sistema. Su adaptación será constante, y por mucho que lo intentemos, las agencias de publicidad siempre irán un paso por delante para comprender los cambios en nuestra mente incluso antes de que nosotros mismos los detectemos.
Un pensamiento en “El poder de una emoción”