El experimento Tuskagee para enfermos de sífilis fue un ensayo médico que nunca pretendió buscar la cura de la enfermedad a la que estaba dedicado, al contrario de lo que podría parecer, sino que su meta de estudio era la historia natural de la enfermedad. Lo que buscaban era ver cómo se comportaba el cuerpo infectado desde el comienzo del estudio hasta la muerte de muchos de los pacientes.
Entre 1932 y 1972, se realizó en Estados Unidos el conocido como experimento Tuskegee, nombre que compartiría entre 1941 y 1946 con un grupo de aviadores del ejército norteamericano, y antes de ello con una universidad de Alabama fundada en 1881. Todas estas aparentemente dispares instituciones tenían algo en común: estaban formadas por personas negras, haciendo evidente que la segregación en el país seguía en pleno auge.
El experimento
El ya mencionado experimento Tuskegee sobre la sífilis, llevado a cabo por la U.S Public Health Service con ayuda del instituto que compartía nombre con el estudio, tenía como únicos pacientes a hombres negros provenientes de poblaciones rurales de Alabama de bajo nivel adquisitivo y cultural. A pesar de lo que puede parecer viniendo de una institución que aparentemente se dedica a la salud (o al menos eso sugiere su nombre), el experimento Tuskegee estaba lejos de buscar la cura de la sífilis. Lo que se pretendía con este estudio era poder registrar la historia natural de la enfermedad, desde que se manifiesta en un paciente hasta que acaba con él, por lo que a los sujetos de este estudio se les negó la medicación que tratase su dolencia. Si bien en 1932, cuando comenzó a realizarse, no había cura para este mal, lo cierto es que, cuando en 1945 se empezó a tratar satisfactoriamente con penicilina a enfermos de sífilis, a ninguno de los sujetos del estudio Tuskegee se les administró la cura, y de hecho este atroz experimento continuó hasta 1972, mucho después de que la sífilis dejara de ser una enfermedad tan altamente letal.
Como es de esperar, durante la realización de este estudio muchos de los pacientes a los que se estudiaba murieron, y algunos de ellos infectaron a sus parejas y tuvieron hijos aquejados de sífilis congénita, debido a que desconocían su dolencia y, por tanto, no protegían de ella a sus parejas. Pero los realizadores del experimento se mantuvieron impasibles. Para sus sujetos de estudio no habría tratamiento. Y, yendo más allá, a los pacientes ni quiera se les mencionaba el nombre de la dolencia que tenían, a pesar de que los doctores que los escogían habían estudiado sus síntomas y les habían diagnosticado de sífilis. Lo único que se les aseguraba era que recibirían una novedosa y milagrosa cura para su dolencia, manipulando por tanto a los sujetos y exponiendo gravemente a las personas con las que mantuvieran relaciones sexuales.
De los 600 pacientes que formaron parte de este estudio, 399 eran enfermos de sífilis, y los otros 201 formaban el grupo de control de hombres sanos. A los participantes, en su mayoría cercanos al umbral de la pobreza, se les entregaba una comida diaria, atención médica gratuita y la promesa de pagar los costes de su entierro en caso de fallecimiento. Además, para que accedieran a este último beneficio, debían permitir que se les practicase una autopsia antes de ser enterrados para seguir recabando datos.
A los pacientes se les engañaba para que acudieran a hacerse las periódicas punciones lumbares que se necesitaban para obtener información, asegurando que eran necesarias para el tratamiento gratuito y novedoso ya mencionado de los síntomas que padecían. Mientras pensaban que se iban curando, lo único que hacían era proporcionar datos que reflejaban la paulatina decadencia de su salud, sin saber que habrían podido curarse con algo tan simple como un tratamiento de antibióticos.
Las consecuencias
Quizá la parte más oscura de este experimento, o la que más nos revuelve por dentro hoy en día, es el hecho de que esta investigación no fue clandestina, simple y llanamente porque no lo necesitaba. Se publicaban numerosos artículos con la información obtenida, y lo cierto es que nadie detuvo el experimento hasta que finalizó en 1972, aunque sí hubo participantes, como el doctor Taliaferro Clark, que se marcharon porque veían innecesaria la larga duración del experimento, que cada vez parecía extenderse más.
Con respecto a las utilidades que se sacaron de esta atroz investigación, una de ellas fue la fabricación de un suero que permitiera realizar pruebas serológicas para saber si alguien estaba infectado o no de sífilis. Sin embargo, incluso este supuesto avance fue un regalo envenenado pues, en primer lugar, ya se consiguieron hacer pruebas eficaces en 1942, lo cual hace completamente innecesario que el experimento se hubiese extendido durante 30 años más. Y, en segundo lugar, porque el U.S. Public Health Service se lucró con creces de la comercialización de estos test, superando además a los alemanes en el estudio de esta enfermedad, en la que antes estaban a la cabeza. Esto último, además, tenía una importancia clave en el momento histórico en el que nos encontramos, pues no olvidemos que entre 1940 y 1945, cuando el experimento logra dar frutos y se fabrica este test serológico, se desarrolla la Segunda Guerra Mundial, en la que las batallas al uso convivían con otro tipo de frentes nuevos hasta el momento, como la carrera por superarse en cuanto a logros científicos o la propaganda cinematográfica que cada una de las potencias hacía de los enemigos, anticipando lo que luego sería la Guerra Fría que enfrentaría a la Unión Soviética con Estados Unidos.
Por suerte (si es que podemos decirlo así), este experimento acabó causando que se redactara el Informe de Belmont sobre bioética y otros que siguieron después para regular los ensayos médicos e impedir que este tipo de crueldades volvieran a realizarse en nombre de la ciencia. Sin embargo, las atrocidades del experimento Tuskegee abrieron heridas que permanecen abiertas hoy en día. Por ejemplo, debido al evidente componente racista en estas instituciones médicas estadounidenses hay, por ejemplo, una bajísima incidencia de estadounidenses de color que hayan aceptado participar en los ensayos clínicos de la vacuna contra la COVID-19.
Además, a pesar de los informes de bioética que condenaban las prácticas clínicas de este experimento, no fue hasta el año 1997 cuando Bill Clinton pidió disculpas a la comunidad negra por el sufrimiento al que fueron expuestos los pacientes del experimento Tuskegee sin saberlo, viendo cómo un organismo destinado a cuidar de su salud se aprovechaba de sus necesidades y de su bajo nivel económico para hacerles formar parte de un ensayo en el que, de otro modo, nadie hubiera participado.