Bucaneros, filibusteros, corsarios… Los piratas encarnan una imagen idealizada de amistad y aventura que cruza los siete mares, y que es parte de quienes somos
De pequeño yo quería ser pirata. Recuerdo perfectamente que siempre dibujaba barcos, que algunos volaban, que otros tenían cañones gigantes… Me gustaba imaginarme mapas del tesoro, dibujarlos en el papel y fantasear con esa aventura. También recuerdo pasarme horas inventando historias para mis piratas de Playmobil, e incluso quedarme alucinado cuando el padre de un vecino me enseñó una película de stop-motion que él mismo había grabado con los suyos. Siempre quise hacer algo así. Había algo de maravilloso en las patas de palo, en los parches en el ojo.
Aunque los piratas no siempre han sido algo guay, el cine y la literatura han hecho mucho por lavar su imagen. Eran violentos y crueles, si bien es cierto que no significa que fueran tan bárbaros. La mayoría de comunidades piratas seguían códigos y hasta había pequeños atisbos de democracia, por no hablar de un no pequeño sentido idealista de la igualdad de raza, religión y costumbres, que por desgracia no se ampliaba al género. Eran un pelín supersticiosos, dirían algunos. No obstante, y como en otros muchos casos, la imagen contemporánea bebe de una idealización que sirve para expresar algo que va más allá. Y creo que ahí radica algo que, por lo menos para mi, es bonito.
Piratas de la gran pantalla
El Planeta del Tesoro (John Musker y Ron Clements, 2002) fue una de las primeras aproximaciones que tuve con la piratería. Una piratería a lo grande, que adapta el clásico de la literatura La isla del tesoro (Robert Louis Stevenson, 1883) al cine, con un toque steampunk que le sienta de miedo. Una película que se ha revalorizado con el tiempo, pero que en su momento no tuvo el impacto que creo que sí tuvo en mi generación. Jim Hawkins era un chaval con el que, tiempo después, muchos se han identificado. Un niño a medio camino de ser adulto, perdido en esa tierra de nadie. Un chico con grandes capacidades que, sin embargo, no encaja en la sociedad. Tan solo era un chico que soñaba con ser libre, y por eso le gustaban los piratas.
También estaba la película de Simbad el Marino (Tim Johnson y Patrick Gilmore, 2003), de la que su diosa Eris, antagonista de la película, es razón del nombre de esta revista. Era una película discordante, precisamente porque en un tiempo en el que todo parecía negro, animaba a la aventura y a la amistad. Aquellos fueron años negros: los terribles atentados del 2001 llevaron a una guerra desproporcionada en Oriente Medio que puso en el punto de mira a millones de inocentes, algo que, como se vería más tarde (y se sigue viendo hoy día), mostró la cara más corrupta de quien ejerce mal el poder y, sobre todo, se ciega con la venganza. Pero Simbad, que precisamente adaptaba el cuento homónimo de Las mil y una noches, arrojó un poco de luz a ese mundo incierto con sus aventuras. Un capitán pirata con orígenes orientales cruzaba el mundo de cabo a rabo para salvar a su mejor amigo, a la ciudad que lo vio crecer y a la mujer que amaba.
Hay algo en la piratería. Una sensación de libertad, de evasión. Hay algo en la piratería, una especie de aventura implícita, de disfrute y de amistad; algo que es casi hipnotizante. One Piece (Echiiro Oda, 1997-) es el máximo exponente de lo que es la piratería en el mundo del entreteniendo hoy en día; y lo es, en gran parte, porque se rige por un principio fundamental: el pirata nunca pierde la sonrisa. Y si la pierde, la volverá a encontrar. Porque es ahí donde reside su esencia; es lo que hay enterrado allá donde la “X” marca el lugar.
Querer ser pirata
Los piratas son símbolos que, como tantas otras cosas, siempre buscan expresar algo más. Jim Hawkins no era solo una forma de adaptar un clásico de la literatura. Jim Hawkins soñaba con ser pirata porque cuando uno se echaba a la mar no vivía con las mismas reglas que en tierra. Quería ser pirata porque a bordo de un barco siempre hay un horizonte al que mirar que, en cierto modo, proyecta un paisaje diferente. Por esa razón, Luffy y compañía nunca pierden su sonrisa en One Piece. Nunca están solos, al menos no del todo. Hay una amistad implícita entre ellos y el viaje que han vivido juntos. En cada isla, en cada puerto, hay alguien que les espera. Hay un amigo y, en ese amigo, es donde siempre encontramos una pizca de la libertad que nos faltaba. Un soplo de aire fresco, renovado. Porque quien tiene un amigo… Busca lo que un pirata.