Puede que la vista sea el más problemático de nuestros sentidos, obviando el sentido común que encarrila o enreda nuestras vidas sin que en muchas ocasiones nos demos cuenta.

Frente a la tranquilidad del silencio o a la certeza del olfato -que se activa inconfundible cuando resulta necesario-, la visión nos envuelve y nos abruma con sus impresiones casi infinitas: incluso en la oscuridad más cerrada, o tras el refugio viscoso de nuestros párpados, unos sutiles destellos de luz caleidoscópica danzan y nos someten de nuevo al yugo de las imágenes. No existe escapatoria posible, como no puedes evitar contemplar un oso polar blanco proyectado en la bóveda interior de tu cabeza tras leer estas líneas.

Cuando el cerebro cocina sus ficciones imagina, y a pesar de que las fantasías se alimentan también de palabras, de simulacros de fragancias y de otras quimeras indefinibles, parece que las impresiones plásticas son las que conectan nuestro mundo interno con la existencia que se desenvuelve más allá de nuestras murallas de hueso y carne. La sabiduría popular ha sabido sintetizar con gran atino esta confianza casi absoluta en nuestros ojos, afirmando que una imagen vale más que mil palabras.

La imagen como espejismo

Esta relación entre la imagen y la realidad, por supuesto, ha planteado grandes quebraderos de cabeza a los pensadores, a las artistas y a los filósofos: el propio Platón ya se mostraba escéptico con respecto a la naturaleza de nuestras impresiones, y Kant admitió que los límites de nuestros sentidos marcan el límite de nuestro conocimiento. ¿La imagen es pura, es engañosa, o simplemente resulta inabarcable?

El problema hoy se mantiene irresoluble: el no entender muy bien las costuras de todo aquello que observamos, sin embargo, no nos ha detenido a la hora de sobrepoblar todavía más nuestro universo simbólico con pinturas, cuadros, videoclips, logotipos y garabatos escupidos en los bordes de nuestras libretas.

Puede que generar imágenes no nos ayude necesariamente a conocer el mundo – signifique lo que signifique eso-, pero participar en la Imaginación Humana sí que nos ayuda a relacionarnos con nuestros ojos, nuestra mirada y con todos los procesos que envuelven a la visión. La creación siempre nos empodera, pues nos lleva a comprender mejor las acciones que podemos llevar a cabo para incidir en el mundo.

Crear para saber intervenir en el mundo

En un acto tan cotidiano como es sacarse un selfie delante del espejo, desplegamos un conjunto complejo de procesos de análisis y toma de decisiones que nos llevan a sonreír o a adoptar una expresión más adusta, y a ajustar el plano para que la incidencia de la luz imprima un retrato virtual en el que salgamos especialmente favorecidos.

Que podamos escoger entre estas opciones, con todo, no significa que seamos completamente libres a la hora de generar estas imágenes, puesto que las convenciones sociales nos empujan, de forma más o menos consciente, a adoptar diferentes códigos que van mutando con el tiempo: debido a esto, es tan habitual el embarazo que sentimos cuando contemplamos fotografías de nuestra adolescencia más ingenua, en la que no vemos solo la huella de un adulto en proceso de cocción sino también los vestigios de una estética ya caduca.

Comodidad o conocimiento

La normatividad lleva siglos evolucionando, y los artistas llevan el mismo tiempo debatiéndose entre combatirla o abrazarla: para ello, es necesario descifrar las reglas ocultas que la rigen, y que la mayoría de veces están íntimamente ligadas a las necesidades del mercado.

El creador que es consciente de esta circunstancia muerde la manzana del árbol del conocimiento, y a cambio de su emancipación asume la muerte de lo genuino para sumirse en un continuo proceso de reflexión: ¿qué hay de mí y qué hay de fuera en lo que escribo, en lo que escucho y en lo que me gusta? Este proceso de deconstrucción, que tarde o temprano hemos de afrontar durante el proceso de creación, nos acerca un poco más a la libertad, pero no resulta para nada cómodo.

Sí que es cómodo, por otro lado, construir un poema sin enfrentarse a la angustia del folio en blanco o conseguir componer una canción sin tener que condensar fatigosamente el universo sonoro que se abre ante nosotros cuando agarramos una guitarra.

La trampa de la Inteligencia Artificial

Gracias a la Inteligencia Artificial Generativa, mediante una serie de parámetros podemos generar imágenes que, si por el momento todavía resultan algo rudimentarias, con toda probabilidad alcanzarán cotas enormes de complejidad con el avance de la tecnología. Sin conocer la más mínima noción acerca de perspectiva o de la teoría del color, nos sentimos capaces de generar en algunos minutos escenas pictóricas mediante el manejo de Midjourney o Dall-E.

Los defensores de estas tecnologías generativas pueden argumentar que, simplemente, estos programas son herramientas al servicio de los artistas que contribuyen a la democratización del arte, pues permiten que más personas experimenten con la imagen y el sonido de una forma creativa.

La afirmación es completamente engañosa, pues, ¿qué tiene de democrático este conjunto de softwares privados con funcionamiento opaco que controlan unas pocas empresas tecnológicas en el mundo? ¿Cómo va a resultar democrático que una corporación te arrebate tu proceso creativo, simulándolo mediante una recombinación alquímica de datos que apenas podemos aspirar a procesar?

Democratizar la creación

La democratización de la creatividad se alcanzará en el momento en el que cualquier ser humano tenga acceso real y efectivo a la formación que le permita expresarse simbólicamente: el genio humano reside en el camino de la creación, y no en su objeto.

Si nos centramos en lo que conseguimos y no en el cómo, estamos participando de la industria y no del arte, y entonces el mercado definitivamente se abre paso una vez más y gana terreno en la parcela de la creación. No se trata de un proceso nuevo, pero sí de una tendencia que puede acelerarse gracias a la efectividad y el ingenio mecánico de la tecnología generativa.

El escritor de prompts ha dejado de ser un creador con más o menos talento para convertirse en un mero consumidor de espejismos, alimentado bien por su propia vanidad o por las ansias productivas propias del mercantilismo. Con el tiempo, se embrutece y comprende menos la naturaleza de las imágenes que genera y que percibe y, en definitiva, se somete a una alienación impuesta a través de una red de servidores descentralizados repartidos por todo el mundo.

Prompts y alienación

La élite tecnocapitalista busca adormecer nuestro espíritu creativo, a golpes de dopamina, para ofrecernos las migajas en cómodas suscripciones premium al nuevo canon estético unificado: las imágenes con IA jamás nos van a impactar ni a remover, pues solo ofrecen experiencias cómodas y edulcoradas. Si paseásemos por una galería de arte artificial, sus pasillos nos ofrecerían casi únicamente retratos que buscan ser hiperrealistas, colgados junto a otros conjuntos de imágenes que buscan replicar el estilo de las grandes industrias culturales que son el anime o la factoría Pixar.

Una visita a esta hipotética galería despertaría los mismos sentimientos que un viaje al centro de cualquier capital europea, moldeado a lo largo de las últimas décadas para resultar agradable, cómodo e instagrameable a los turistas, expulsando en el proceso a la disidencia estética, que en la mayoría de ocasiones se corresponde con la auténtica naturaleza del lugar.

El turista recibe una réplica estilizada del lugar que cree estar visitando, moldeada según las tendencias del mercado, al igual que el usuario de IA recibe un simulacro de arte tras introducir un prompt. En ambos casos, ni los vecinos ni los creadores cuentan con los mecanismos democráticos necesarios para influir en estos procesos, que les afectan directamente.

La IA y el enmascaramiento de la barbarie

Se trata de un proceso de gentrificación de las ciudades y del arte que confluye en una de las piezas audiovisuales más infames, abyectas y espeluznantes de la historia: el spot de la “Gaza de Trump” que publicó el presidente de los Estados Unidos hace unas semanas en redes sociales

Este vídeo –por supuesto, generado con Inteligencia Artificial– refleja con un inquietante desenfado los planes del dirigente para esta azotada región del mundo, que en las calenturientas fantasías de Trump se convertirá en un resort turístico, alzado sobre los cadáveres de las víctimas del terrible genocidio que Israel lleva décadas perpetrando en la zona.

Esta aberrante pieza de propaganda refleja a la perfección el espíritu del autoritarismo del siglo XXI: un autoritarismo que, en primer lugar, busca anestesiar a la oposición mediante la confusión, el populismo y un espíritu festivo que Trump ha necesitado generar con Inteligencia Artificial. Sin embargo, detrás del velo en el que se proyectan las estatuas de oro y los rascacielos artificiales, son las bombas y las ametralladoras las que consagran los delirios imperialistas de Trump, Netanyahu y Putin.

El fascismo buscará que te abstraigas, que te conformes y que disfrutes de una realidad gentrificada que está diseñando para ti. A pesar de todo, si no entras en el redil, los tiranos cuentan con otros medios más violentos para que te pliegues a su voluntad.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Perfiles en Redes Sociales