¿Qué hace que las películas de vaqueros nos resulten tan especiales?

La ceremonia de cierre de los últimos Juegos Olímpicos celebrados en París incluyó un pequeño adelanto para aquellos aficionados que, tras dos semanas de eventos deportivos, ya anhelaban la llegada de la próxima competición olímpica, programada para el final del siguiente lustro. A través de una desconexión televisiva que transportó a los espectadores hasta el otro lado del océano, la ciudad de Los Ángeles fue presentada como villa olímpica para 2028 al ritmo de los incombustibles Red Hot Chili Peppers y del combustible Snoop Dogg, que de no haberse visto cohibido por las ataduras del decoro –así lo pensamos todos, admitámoslo– habría dado un uso más práctico y creativo a la llama olímpica que portó durante algunos minutos en el transcurso de la multitudinaria inauguración de la competición en París.

La perfecta California televisiva

En el breve evento angelino, que contó también con la actuación de la cantante Billie Eilish y del rapero Dr. Dre, se desplegaron todos los elementos propios de la iconografía californiana que años de películas, videoclips y spots de todo tipo han estampado en nuestras rutinas a golpe de imperialismo cultural: los diversos tiros de cámara escogidos para la transmisión imprimieron el carisma vibrante de los artistas sobre el azulísimo lienzo del inmenso pacífico, salpicado por el exótico verdor de las palmeras erguidas sobre la arena norteamericana.

Bajo el escenario, una multitud despreocupada y entregada por completo al show celebra y baila, rindiendo pleitesía quizá a los artistas o quizá al imponente letrero que se eleva a sus espaldas: los signos de plásticos conforman el eslogan “L.A 2028”, rematado con un ribete que hermana las banderas yanqui y gala, representantes de culturas separadas por abismos ideológicos y unidas por un chovinismo a veces criticado y a veces envidiado más allá de sus fronteras.

Las grafías entronadas por encima de las cabezas de Anthony Kiedis, Dr. Dre y Billie Eilish simbolizaron, durante la ceremonia, el enorme peso que el marketing tiene en la idiosincrasia e identidad estadounidense. A raíz de la puesta en escena de esta idílica postal californiana, surgieron en diversos rincones de las redes comentarios más o menos jocosos acerca, precisamente, de la falta de identidad de los Estados Unidos, y de cómo este género de operetas de MTV buscan rellenar el hueco que no habría ocupado una cultura auténticamente genuina.

¿Un imperio sin cultura?

Más allá del chascarrillo y el cibercomentario de bar, no hace falta desplegar un análisis demasiado agudo para reparar en que esta crítica, además de un lugar común, es radicalmente errónea: esta postura puede servir para criticar el carácter depredador del expansionismo estadounidense y el pragmatismo que caracteriza la mentalidad norteamericana, si bien bebe de una concepción de la cultura idealizada, que eleva el concepto de “cultura” hasta el ámbito de las artes y las ciencias más solemnes y que deja atrás el resto de intercambios y expresiones simbólicas que se dan incluso en las comunidades menos numerosas y aisladas.

Don Quijote, el Código de Hammurabi y las composiciones de Ígor Stravinski se insertan en el ámbito de la cultura con tanta legitimidad como Superman, el logo de Nike o los anuncios de hamburguesas del Burger King; de hecho, estos iconos yanquis pueblan nuestro mundo cotidiano con mucha más presencia y virulencia que las grandes obras artísticas del viejo continente. ¿Cómo podemos afirmar que Estados Unidos no tiene una cultura propia mientras vemos sus películas, llevamos los pantalones que inventaron sus granjeros y atestamos las academias que enseñan el idioma que se habla en aquellas lejanas tierras del Nuevo Mundo?

Los defensores del argumento que he tratado de rebatir en las anteriores líneas quizá se sientan deslumbrados por la rutilante estela del mercantilismo que impulsó y levantó al país del tío Sam, y que contribuyó a la construcción de un ecosistema artístico entroncado en una robusta y casi omnipotente industria enfocada en el entretenimiento de masas, donde las lógicas comerciales, corporativas y el branding se entremezclan con el genio creativo de los artistas, conformado una simbiosis no únicamente estadounidense pero sí especialmente estadounidense.

Andy Warhol fue uno de los pioneros del pop art, que aplicaba la filosofía de la publicidad al mundo del arte. Imagen: Jack Mitchell / Wikimedia Commons.
Andy Warhol fue uno de los pioneros del pop art, que aplicaba la filosofía de la publicidad al mundo del arte. Imagen: Jack Mitchell / Wikimedia Commons.

El mayor logro de Hollywood

Hollywood, un siglo después de su fundación, sigue siendo uno de los máximos exponentes del show business mundial. Entre sus mayores logros no solo se encuentran la conformación de un extenso corpus de grandes películas y exitosos blockbusters, sino también la estandarización de un estilo narrativo surgido de las lógicas económicas y culturales de un punto muy concreto de la geografía mundial.

Este hecho –que el teórico del cine Noël Burch bautizó como “modo de representación institucional” (M.R.I) – se manifiesta cuando percibimos con total normalidad una comedia navideña localizada en Nueva York, al mismo tiempo que nos causa extrañeza el estilo narrativo de Godard o de Luis Buñuel.

Jennifer Aniston y Adam Sandler en un foto<
Jennifer Aniston y Adam Sandler en un fotograma de Sígueme el rollo (2011) de Denis Dugan.
Jean-Paul Belmondo y Anna Karina en un fotograma de Pierrot el loco (1965) de Jean-Luc Godard.
Jean-Paul Belmondo y Anna Karina en un fotograma de Pierrot el loco (1965) de Jean-Luc Godard.

Durante décadas –y en gran medida, todavía a día de hoy–, el relato estadounidense ha sido percibido como el normal en el ámbito audiovisual: la vida en el pacífico suburbio, las actitudes de las perfectas familia WASP y las dinámicas de los high schools repletos de taquillas nunca han sido percibidas como cercanas, pero sí como familiares. Estos tópicos han desfilado frente a nuestra retina durante un siglo en infinitas iteraciones, como escenarios de papel maché y marionetas con las cuales se pueden contar las historias cómodas y cercanas de las que tanto se nutre la gran pantalla.

En este paradigma por ejemplo, se localizan las obras maestras de Frank Capra o Douglas Sirk. Más más allá,  en el inhóspito desierto de Sonora o en Almería, siempre ha habitado sin embargo el género western como exponente de un estilo genuino que, siendo también 100% estadounidense, dista de la normalidad propia del M.R.I enunciado por Burch. Tanto es así que Akira Kurosawa tomó inspiración de las andanzas de los cowboys a la hora de construir el ambiente de sus míticas películas de samuráis.

Imagen de "La diligencia" (1939) de John Ford
Fotograma de La diligencia (1939) de John Ford.

Al igual que otros millones de espectadores embelesados por el traicionero encanto del desierto, yo me siento especialmente atraído por este género poblado por pistoleros, indios y bandidos, que pervive en pleno siglo XXI en obras tan celebradas como Horizon, Yellowstone e incluso As Bestas, que a pesar de localizarse en el corazón de Galicia cuenta con los rasgos que definen este género más allá de su ambientación o trama.

En busca del genoma del western

Si viviese en un western, viviría en la reconstrucción mítica de un pasado que nunca fue, al igual que si habitase los versos del Cantar del Mío Cid. Si viviese en una película de John Ford, quizá sería partícipe de una herramienta de propaganda al servicio de la inquietante tesis del Destino Manifiesto, que justifica teológicamente la expansión del imperio estadounidense a través de la totalidad del continente norteamericano, legitimando el exterminio y la expulsión de los pueblos originarios en el proceso.

Quizá, si viviese en un western rojo, o en un eastern producido en la Unión Soviética durante la Guerra Fría, podría tratar de replicar la épica de los duelos de pistoleros, poniendo al mismo tiempo en cuestión los ideales capitalistas y conservadores que subyacen tras la mayoría de películas clásicas de vaqueros. Hay que admitir que no las tendría todas conmigo a la hora de salir indemne de semejante tiroteo, eso también está claro.

Sin embargo, me arriesgaría a transitar la brutal realidad del Meridiano de Sangre (1985) del recientemente fallecido Cormac McCarthy si, a cambio, pudiese experimentar la cruda belleza de los paisajes yermos y montañosos que el escritor retrata magistralmente en su extraordinaria novela. ¿Quién no ha soñado alguna vez con cabalgar hacia el lejano amanecer, atravesando mesetas y monolitos al ritmo de una sublime composición de Ennio Morricone?

Resulta en exceso atractiva la sensación de libertad que transmiten estos inmensos paisajes ficticios, estas parcelas aún no alcanzadas por la civilización donde es posible desafiar las convenciones sociales y donde la ley surge de la propia voluntad de uno mismo, de su fuerza, su pasión y su temeridad.

En el Oeste de Clint Eastwood y de John Wayne, las afrentas y los intercambios de afiladas balas no aseguran vidas largas, pero sí existencias intensas y significativas: los héroes y los villanos de las películas de vaqueros son los más nobles mártires y los más terribles tiranos, si bien aún queda espacio para los grises en la caliza colorada del páramo americano.

La ley del más fuerte

Esta promesa de libertad no es exclusiva del western, que construye su relato sobre valores propios de la cuestionable masculinidad tradicional, glorificando el enfrentamiento y presentando la violencia como la única herramienta válida a la hora de alcanzar objetivos y establecer la ley y el orden.

John Wayne y James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance (1962) de John Ford.
John Wayne y James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance (1962) de John Ford.

En el mundo de los 24 fotogramas por segundo, estos combates siempre están justificados y legitimados por un trasfondo moral que identifica la victoria con la justicia, y la derrota con la debilidad y el mal. Al pensar en esta libertad constantemente amenazada y defendida con revólveres, antepongo al discurso de Leone la filosofía del anarquista Piotr Krotopkin, que no podía desligar la libertad individual de la libertad colectiva construida mediante la cooperación y la solidaridad.

A estas alturas, y después de tantas puntualizaciones y afiladas críticas, me pregunto si realmente me gusta el western. Al pensar en las innumerables horas que he pasado en busca de la sobrina de John Wayne y bebiendo zarzaparrilla cerca del OK Corral, creo finalmente que, de nuevo, puedo aceptar mis contradicciones y disfrutar de una buena película de vaqueros teniendo en cuenta las esquinas más afiladas que presentan sus discursos.

El clímax antes del clímax

Y es que, en el fondo, lo que más me atrae de estas cintas no son sus argumentos o su ambientación, sino la evocadora inversión de la jerarquía tradicional de la narrativa: a nadie le importa el tiroteo en la calle principal del pueblo, sino el inquietante intercambio de miradas que lo precede, así como el amago del disparo, el asfixiante ambiente de la callejuela que en unos minutos va a verse manchada con sangre, pólvora y sudor.

Escena de "Hasta que llegó su hora" (1968) de Sergio Leone
Escena de Hasta que llegó su hora (1968) de Sergio Leone.

La bala que sale de la boquilla del Winchester del héroe erradicará el mal del apacible pueblo de Nevada que le ha tocado rescatar, si bien no nos interesa el final feliz. Nos interesan los rifirrafes previos con los matones del pueblo, y nos interesan los encuentros con la atormentada bailarina de can-can que despertarán una ternura antes desconocida en el protagonista. Nos atrae la progresiva construcción de un mundo que proteger y de unos valores que defender. Nos excita el lento y progresivo – casi erótico- aumento de la tensión que sabemos que desembocará en un clímax catártico.

Sin embargo, no es tan importante el final del relato de vaqueros como el propio viaje, que el protagonista siempre emprende de nuevo con un romántico cabalgar, tras salvar el día en el pueblo que en esta ocasión se ha visto beneficiado por sus servicios.

Viñeta final de cualquier tebeo del vaquero Lucky Luke, creado por Morris en 1946.
Viñeta final de cualquier tebeo del vaquero Lucky Luke, creado por Morris en 1946.

Más que en un pequeño pueblo de la Texas decimonónica, me gustaría vivir en un mundo donde cada paso resulte tan intenso como el final de la caminata, y donde cada acción tenga un significado por sí misma, como el que tiene la penetrante mirada que Clint Eastwood lanza a los forajidos antes de arrebatarles la vida con su revólver. Sin embargo, más allá del celuloide la vida no se organiza en evocadores planos, sino en caóticas remesas de tareas, necesidades y deseos que debemos tratar de conjugar con los caos particulares del resto de pistoleros y cowboys de la llanura del día a día.

Clint Eastwood en un fotograma de "Por un puñado de dólares" (1964) de Sergio Leone
Clint Eastwood en un fotograma de la película Por un puñado de dólares (1964) de Sergio Leone.

Solo en muy contadas alcanzamos los oasis ocultos en desierto, y podemos abandonar la frenética carrera de la existencia para disfrutar del Infinito que esbozaba Baudelaire, que aporta auténtica vida a la vida que estamos obligados a vivir. Perdido en las tres horas que dura última película dirigida por Kevin Costner, disfruto mi momento de respiro en el mítico desierto americano, sabiendo aún así que, si bien me gustaría vivir en un western, lo más probable es que muera de impaciencia esperando al próximo Cercanías que me lleve al trabajo.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Perfiles en Redes Sociales