Trabas para acceder a una discoteca por algo tan banal como la vestimenta, los siempre presentes “ellas tienen copa gratis y ellos pagan 12 euros por dos bebidas”, y hasta faltas de respeto fundamentadas en el abuso de poder ejercido por su personal. El mundo de la noche posee muchas oscuridades, y no, esta vez no es culpa del alcohol.
Década y media ha pasado desde que, allá por el año 2005, un jovencísimo Dani Martín comenzara a cantar unos versos que, enseguida, se nos grabaron a todos en la cabeza, convirtiéndose en todo un himno a la juventud y la rebeldía: “quiero entrar en tu garito con zapatillas, que no me miren mal al pasar”. Lo que quizá no se imaginaba ninguno de los entonces integrantes de El Canto del Loco es que esas palabras continuarían resonando hoy en día, probablemente con mayor virulencia que en ese momento, y que su deseo aún no se ha hecho realidad. Ni se espera que así sea.
El ocio nocturno es el hábitat de los abusos de poder, el “todo vale” y la creencia de que el derecho de admisión ampara todas estas prácticas en las que el consumidor queda reducido al perro que, para obtener su recompensa, ha de obedecer todas las órdenes de su amo. Y en los inexplicables códigos de vestimenta encontramos la más absurda de las razones para no dejar entrar a un chaval —o, sobre todo, chavala— que solo busca un ratito de diversión tras una estresante semana de universidad o/y trabajo. ¿Te has tirado dos horas en el baño arreglándote, pero consideramos que no cumples los estándares que establece nuestra normativa de acceso? Te quedas fuera. ¿Que decides ir un poco más cómoda para darlo todo en la pista y cambias tus tacones por unas Vans —o simplemente, esas manoletinas que tan elegantes te parecen—, y luego resulta que las chicas deben llevar tacones obligatoriamente? Pues tú eliges: o te destrozas los pies, o no entras. Y como se te ocurra venir con un pantalón de chándal, la policía te impondrá una pena mayor que la que le podría caer al Profesor y sus secuaces en La casa de papel.
Cuando entras en una discoteca, bar, pub, sala o cualquier otra variante de ocio nocturno con entrada controlada, has de tener clara una máxima que impera en este sector: sí, amigo, amiga, tú eres el producto. No lo es la música, ni las bebidas —alcohol en su gran mayoría, cómo no, pero eso lo explica mucho mejor Sofía Kofoed en este artículo—, ni lo es la extensión del local. Eres tú. Y en el momento en que traspasas la puerta, pasas a ser “propiedad” de aquel que regenta el imperio al que acabas de acceder. El perro de tu amo. Por eso has de obedecer a cuantas reglas se te sean impuestas para mantener tu estatus, sean cuales sean. Y, como dictamina un principio económico fundamental, cuanto más barato entres o más regalos se te hagan, “más producto” eres. ¿Seríais capaces de adivinar, teniendo esto en cuenta, a qué clase de personas se busca atraer por todos los medios? Bingo.
Los tres “ismos”
Saltamos en el tiempo y volvemos a la actualidad musical. La rebeldía juvenil ha dejado atrás a bandas de la talla de El Canto del Loco, y las listas de éxitos que bien conocen Dani y los suyos tienen un nombre que a muchos boomers les recordará a su infancia: Bad Bunny. El que es uno de los reyes de aquellos géneros que todos bailan a este lado del planeta Tierra —reggaetón y trap— no ha querido desaprovechar su potente altavoz y, en uno de sus últimos lanzamientos, titulado Yo perreo sola, incluye un alegato que, de forma similar al de Zapatillas, parece que no termina de quedar claro: ellas no necesitan a un hombre para pasárselo bien, y menos para quemar la pista. De esta forma, el cantante puertorriqueño demuestra que el estigma que tacha al reggaetón de estilo machista y denigrante contra la mujer está cada vez más cerca de superarse.
Donde ese machismo sigue muy presente es, de nuevo, en el mundo de la noche. Y tampoco hay vistas a que lo dejemos atrás en el corto ni medio plazo. En este caso, no hace falta ni acercarse a la discoteca para comprobar que está ahí, mucho más presente de lo que nos gustaría: basta con ver uno de los muchos carteles que invaden los alrededores de un campus universitario llamando a acudir a la próxima sesión, cuyo patrón es el siguiente: a ellos se les persuade con una enorme imagen de una o varias mujeres, casi siempre semidesnudas, y a ellas con una reducción considerable en el precio de la entrada frente a sus homólogos de sexo masculino. Si has llegado hasta aquí, sabrás cuál de los dos géneros sale perdiendo respecto al otro, y seguramente no te sorprenda. Como tampoco te sorprenderá que se haya llegado a denegar el acceso a chicas con el pelo corto sin razón aparente, aunque imaginable: seguramente no sean consideradas lo suficientemente “femeninas” para los hombres presentes en la sala.
Y no, el machismo no es, por desgracia, el único “ismo” presente en los locales de ocio nocturno. También se siguen viviendo casos en los que se impide la entrada de jóvenes a algunas discotecas por su color de piel, como sucedió a lo largo del pasado año 2019 en puntos de nuestro país tan dispares como Barcelona o A Coruña. Y a este segundo “ismo” —racismo— añadimos un tercero: el clasismo que se vive en algunas de las salas más frecuentadas de Madrid, que permiten la entrada gratuita —¡otra vez!— a los estudiantes de las principales universidades privadas de la ciudad. El resto, a pagar. Paradójicamente, una de las pocas explicaciones que se ha dado desde la patronal de este sector al abaratamiento del acceso a las chicas pone el foco en la brecha salarial y el hecho de que ellas reciban menos dinero que ellos. Entonces, ¿por qué cobrar al que menos tiene y dejar que entre gratis aquel que, en teoría, y a menos que sea estudiante de Las Encinas, posee un mayor poder adquisitivo?
Llegados a este punto, podría llamar a boicotear todo local que incurra en alguna de estas prácticas, pero la experiencia demuestra que los efectos de esta forma de lucha son ínfimos y quien más podría notarlos es aquel que da la cara en estas situaciones, quedando como el malo de la película, pero que, en realidad, es el primero en obedecer órdenes “de arriba”: la figura del portero de discoteca, que no deja de ser un mero trabajador de su empresa. El verdadero arma que poseemos hoy por hoy se llama denuncia pública, con un altavoz probablemente más pequeño que el de Bad Bunny, pero que podemos engrandecer entre todos si nos unimos. No seas el producto: sé la razón de ser de tu garito preferido. Llegará el día en que puedas entrar a él con zapatillas… o lo que te dé la gana.