Las sagas muchas veces parecen terrenos intocables, cerrados a sus creadores y que puntualmente pasan a ser propiedad de los fans que lo siguen como una religión. Quizá es un buen momento de recapitular y revisitar aquello que hemos visto un millón de veces para darnos cuenta de que nos equivocamos pidiendo nostalgia.
La tercera trilogía de Star Wars no es la más querida por los fans. Desde que Disney se hiciera con los derechos de la creación de George Lucas, numerosas voces dieron la alarma de lo que esto podría significar. La empresa de Mickey Mouse es conocida, principalmente, por ser la fábrica de la cultura infantil de occidente desde el siglo pasado. Este hecho fue suficiente para que muchos temblasen con la idea de que Disney pudiera pervertir su saga espacial favorita. Algo así era, simplemente, inaceptable. El orgullo de aquel boomer que vio a Luke Skywalker volar por los aires la Estrella de la Muerte allá por 1977 en Star Wars IV: Una nueva esperanza (George Lucas) estaba en juego.
La tercera trilogía no empezó mal, precisamente porque empezó como ya lo había hecho la original. La séptima entrega, El despertar de la fuerza, de la mano de J. J. Abrams, llegó a nuestras pantallas en 2015 como una vuelta un tanto nostálgica a la primera película. El Episodio VII fue, básicamente, una estrategia para intentar contentar a todo el mundo. No descontentó, dentro de lo que cabe, porque en principio lo único que cambiaba eran sus protagonistas.
Rey, Finn, Poe… Nuevas caras para nuevos héroes, que servían para renovar plantilla de nuestros viejos conocidos Skywalker, Leia Organa o Han Solo. La única queja de los viejos fans, o los jóvenes de corazón de viejo, era, precisamente, que no eran los mismos; así como la típica queja rancia sobre la inclusión de colectivos (mujer, afroamericano e hispano). “Metido con calzador”, decían, porque no puede haber hispanos o afroamericanos en la galaxia, pero sí alienígenas con cara de calamar.
Dos años después, Los últimos Jedi (Rian Johnson) apareció. El Episodio VIII fue criticado y, hasta día de hoy, mucha gente sostiene que es la peor de las tres nuevas películas. No obstante, esta entrega es una de esas maravillosas obras entre las que la crítica especializada y la popular disienten. La plataforma Rotten Tomatoes compara ambas críticas. Mientras que en la especializada llega al 9 sobre 10, la audiencia la valora con un 4,2. La siguiente entrega, El ascenso de Skywalker (JJ. Abrams, 2019), que muchos de los fans ha catalogado como “la mejor de la saga”, está valorada con un 5,1 (mucho me parece) y un 8,6 respectivamente. ¿Quién de los dos tiene la razón, pues?
Una (verdadera) nueva esperanza
La verdad es una y simple, y también motivo de este artículo: Rian Johnson (Puñales por la espalda, Looper…) nos hizo un regalo y no le dimos el valor que tenía. Los últimos Jedi no solo es la mejor película de la tercera trilogía, sino posiblemente es la mejor entrega del universo Star Wars del siglo XXI. Si bien su predecesora era una obra nostálgica, que se recogió y buscó gustar a todos, Rian Johnson hizo la película que creía que cambiaría la saga, y así fue. Creó algo que muchos no supieron valorar.
Principalmente, porque la nostalgia es un arma de doble filo que, si bien nos ablanda el corazón, también nos convierte en perros rabiosos incapaces de aceptar el cambio. Los últimos Jedi miraba al futuro, mientras que los espectadores todavía seguían anclados a la máscara de Darth Vader. ¿Qué hizo Rian Johnson en el primer cuarto de hora de la peli? La reventó. Mejor aún: hizo que su nieto reventase su casco para una mayor metáfora. Se arriesgó.
Y es que Kylo Ren es, de sobra, el mejor personaje de toda la franquicia, porque por primera vez es un personaje que realmente está caracterizado por lo mismo que la saga: la lucha entre un bien y un mal. La lucha entre una indecisión y un conflicto constante entre qué debe hacer, si lo que hace es lo correcto, o si es lo que debería hacer. Luke Skywalker duda un minuto en tres películas sobre si ser o no parte del lado oscuro. Es una escena memorable, sí, pero dura un minuto y tan solo apaga su espada láser. Por su parte, Anakin, como protagonista de la primera trilogía, es un personaje escrito por y para convertirse en Darth Vader. Constantemente está probando que en él hay un lado oscuro que en cierto modo abraza. Es irresponsable, irreverente y ambicioso. Todo lo que un jedi no debe ser.
Rian Johnson no solo miró al futuro, sino que exploró el pasado como ningún otro lo había hecho. El director quiso entender, pero también hacer entender a todos los espectadores, qué era la Fuerza. Es algo que lo envuelve todo. Si algo nos ha enseñado Star Wars es que la Fuerza envuelve a cuatro gatos. ¿Que la trilogía de Anakin intentó mostrarnos una antigua sociedad con múltiples caballeros? Sí, por supuesto, pero en el fondo seguíamos viendo a los mismos personajes que ya habíamos visto: Obi-Wan, los Skywalker, Yoda y al Emperador.
Personajes que todos entronábamos como a dioses, aparecieron como mortales cansados, viejos y hartos del papel que debían interpretar. Luke Skywalker ya no es el héroe de la Rebelión, sino una vieja leyenda a punto de desaparecer. Un camino que ya proyectaba un anciano Han Solo en la entrega anterior, pero que Luke Skywalker representa mejor que ninguno. Era el gran hijo de Anakin Skywalker, el que hizo que Darth Vader se redimiese. El que venció en mil peleas, pero que ahora aparece como un maestro que no quiere enseñar. Solo quiere olvidar qué fue, centrarse en qué es y dejar que eso sea. Que eso le lleve a su final porque, en realidad, es lo único que le queda.
Por otro lado, en Los últimos Jedi, Rey se convirtió en una don nadie. Una huérfana, hija de unos chatarreros, que no era nadie. Pero era alguien con la Fuerza. Era la protagonista de esta historia, porque cualquiera es válido para serlo. No hace falta pertenecer a ninguna élite de héroes milenarios y poderosos con un control soberano y absoluto de la Fuerza. Vale, simplemente, con estar vivo. Con eso ya formas parte de la Fuerza. Ya eres alguien. Los últimos Jedi se convirtió en la película que mejor entendió Star Wars, y Rian Johnson fue su director de orquesta.
Todo lo bueno tiene un final
El asesino de Star Wars VIII es, para desgracia de este fan suyo, J. J. Abrams. Su trabajo en Star Trek: en la oscuridad (2013) fue una maravilla. Descubrir que iba a dirigir la primera entrega de esta trilogía fue toda una ilusión. No obstante, ver la tercera entrega fue una de las peores experiencias cinematográficas de toda mi vida. Abrams decidió no solo borrar todo lo bueno que tenía el Episodio VIII, sino dejar claro que lo había hecho, a través de varias referencias, tanto en el diálogo como en la pantalla: no, Rey sí que es alguien ahora. No, el casco de Kylo está arreglado.
Abrams destruyó toda esa filosofía que Johnson había construido con maestría. Cogió el regalo y lo quemó, aplastó y escondió profundamente en el vertedero más cercano que encontró. Y lo peor de esto es que ni siquiera es culpa suya. La culpa está en esa nota de 4,2 que la audiencia le dimos. Una nota inmerecida, solo entendible por el hecho de que no entendimos qué nos quiso decir. Solamente porque queríamos peleas más asombrosas. Más efectos especiales y fuegos artificiales que no aportan nada más que diversión visual, pero no narrativa.
Sí, J. J. Abrams asesinó Star Wars y todo lo que la revolución de Los últimos Jedi podría habernos ofrecido. Pero no lo hizo solo. La audiencia fue su cómplice. Fue justo lo que necesitaba Disney para volver a hacer de la película algo puramente industrial y vacío de pensamiento o valoración crítica. Nosotros ayudamos a destruir algo que podría haber sido realmente hermoso. Eso es lo triste de lo que hicimos. Dejamos que dieran un final anticlimático a una historia que podría haber sido la Ilíada del siglo XXI, solo porque, una vez más, esa estúpida nostalgia nos hizo creer que todo lo que hubo en 1977 debía seguir como fue.