Si por algo se caracteriza la industria del mainstream es por ser hermética e inmóvil. Repetitiva, dirían algunos. Si bien las historias cambian y lo que el cine, la televisión o incluso el videojuego nos muestra varía en forma, su fondo sigue siendo el mismo.

La mente del ser humano es un laberinto de contradicciones fuera de toda lógica. Cuanto más avanza nuestra pretensión de crear historias más realistas, que enganchen al espectador, más nos olvidamos de revisar la parte más fundamental de toda obra dramática: la trama. Centrados en explotar grandes juegos de luces y fuegos artificiales, olvidamos dar las puntadas con contenido, explorando caminos que ni otros ni nosotros habíamos pensado en hacer en el pasado. 

Antes corríamos al cine sin pensar en busca de una nueva película de Marvel que expandiese su historia. Queríamos ver hacia dónde iba la trama y cuál iba a ser su final. Pero es una película de superhéroes, de aventuras, como Star Wars o Indiana Jones. Va a tener un final, y todos sabemos cuál es: el bueno gana, el malo pierde. Estamos acostumbrados a eso porque lo contrario sería amargo y triste. Nos dejaría a medias, quizá porque el humano esté hecho así, o quizá porque es lo que queremos creer. Odiamos por naturaleza un final que nos deje llorando, y el mainstream nos empuja a buscar otro que sea a su vez razón para sonreír. En el siglo XVI, Shakespeare mató a Romeo y Julieta; en 2011, el hombre contemporáneo cambió el final para que pudieran vivir felices y comer perdices en Gnomeo y Julieta (Kelly Asbury).

Llega un momento en que nos contentamos. Aceptamos lo bueno porque nadie quiere un final triste que acongoje su corazón. Nos refugiamos en gestas heroicas que son mezcla de realidad y ficción porque es la forma más sencilla de huir del sopor del día a día.  No somos muy diferentes a aquellos pueblerinos que escuchaban al juglar cantar las hazañas del Cid; ni de los griegos que hacía del mito una verdad para poder encontrar una explicación a toda incógnita. La diferencia es que ellos aceptaban que no tenían por qué ganar. Hércules pierde. También Jasón o Teseo. Todos y cada uno de sus héroes, casi sin excepción, son la viva imagen de lo que nuestros amigos helenos llamaron con acierto “Tragedia”. Un tipo de relato que no termina de encajar con el arquetipo dramático del viaje del héroe que tanto les gusta a los guionistas de Hollywood.

Trascender el tiempo, el espacio y su narrativa

Disney+ nos ha regalado Bruja Escarlata y Visión (Matt Shakman,2021) y, con ella, ha conseguido romper durante un mínimo instante con los preestablecido. Literalmente, sus dos primeros capítulos son un sin sentido narrativo para el espectador del siglo XXI. “¿Cómo? ¿Una serie en blanco y negro? Por favor, tienen cámaras decentes, que las repitan y graben en color como Dios manda”. Dos capítulos que dejan atrás, aparentemente y en favor de la trama, la historia típica luces y fuegos artificiales. Son superhéroes en comedias de situación. Los dos géneros más apartados del mundo cinematográfico. Una puta maravilla. Marvel y Disney han dado, al menos durante un pequeño espacio de tiempo, libertad creativa a sus guionistas. Y ellos han sabido aprovecharla. Han triunfado, porque se la han jugado.

Wanda y Visión, de Marvel, interpretados por Elizabeth Olsen y Paul Bettany.
Wanda (Elizabeth Olsen) y Visión (Paul Bettany) posando para Bruja Escarlata y Visión (2021) de Jack Schaeffer, en Disney+.

Pero lo cierto es que Marvel ya ha roto una vez su propia regla que rige que “el bueno siempre gana” para que, esta vez, no gane nadie bueno o malo. Vengadores: Infinity War (Joe y Anthony Russo, 2018) nos dieron un final catastrófico, que si bien se arreglaría en la siguiente entrega, rompía con la regla más sagrada del mainstream hollywoodiense. Lo primero: el malo no era del todo el malo. O al menos, su objetivo tenía hasta cierto sentido. Era racional. Es lo mejor que pudieron hacer para adaptar al Thanos de los cómics, cuyo conflicto es más rebuscado y trillado. Un malo malo, vamos. El Thanos del cine es, al menos, un malo con un propósito que plantea un dilema muy real. En Endgame (2019) los hermanos Russo volvieron a la “Fórmula X“, la que funciona, pero por un momento el mundo de Marvel quedó patas arriba.

Arriesgarse a perder, pero triunfar

La industria del mainstream es la industria del mainstream precisamente porque no se arriesgan a cometer un error. El producto mainstream se define por dos adjetivos: fácil y miedica. Dos adjetivos que se retroalimentan. Son fáciles porque tienen miedo de fallar, y tienen miedo de fallar por cometer un error demasiado complejo de arreglar. Es el pez que se muerde la cola. Incluso Disney, la empresa que monopoliza el entretenimiento de masas tiene miedo de dar demasiada rienda suelta a sus creativos. No es algo solo de Marvel. Ya pasó con Rian Johnson y su Episodio VIII de Star Wars o con Rogue One (Gareth Edwards, 2016). Devolverle el Episodio IX a J.J Abrams fue el mayor error de la historia de la saga galáctica.

Felicity Jones como Jyn Erso en Rogue One (2016) de Gareth Edwards.

El miedo acérrimo al fracaso de masas es lo que convierte a Disney en la empresa que mató al cine. O, al menos, será la razón para que, en un futuro no muy lejano, descubramos en cartelera que el monopolio cinematográfico de Disney no difiere mucho de ir a tu cadena de comida rápida y grasienta de confianza. Saldremos de las salas con la sensación de haber visto esa película en otra parte, y será porque, en el fondo, ya habremos visto esa película en otra sala. Y en otra. Y en otra, y otra y otra… Nos tragaremos una película como quien se traga una hamburguesa, la disfrutaremos en ese momento pero, 10 minutos después, nos habremos olvidado por completo de lo que hemos visto.

Suscitados por el desconcierto, despertará en nosotros un malestar que nos moverá a revisitar los clásicos, para descubrir al final que, en realidad, la película de Marvel que teníamos y la nueva que tenemos es la misma, solo que ahora se ve mejor. La “Paradoja Star Wars“, señor Lucas. Entonces, no nos gustará ni lo original ni lo nuevo, porque la primera será lo más parecido a un teatro de marionetas deshilachadas que podamos encontrar; y lo segundo será aburrido porque no nos traerá ni una sola novedad a la que aferrarnos. Y eso es lo peor de todo, porque caeremos en la nueva y peor enfermedad del cine del siglo XXI: la puta cultura del remake. 

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