Os voy a ser totalmente sincero: hasta hace unas horas no sabía acerca de qué iba a tratar este artículo 

De hecho, en estos mismos momentos tampoco tengo muy claro hacia dónde me van a dirigir las desorientadas oraciones que desfilan a lo largo de estas líneas. Voy a caminar por terreno desconocido en busca de mi propio rumbo, pese a que, esta mañana, el profesor que nos enseña Guion en la universidad nos ha repetido, con bastante buen criterio, que para escribir hay que contar con una red de seguridad perfectamente levantada a base de planificación y anticipación, que nos sostendrá cuando caigamos en el pecado de la digresión y la asociación disparatada e ilógica de ideas.

Esta dispersión mental es un mal generacional derivado del constante bombardeo de estímulos al que estamos expuestos y también de la necesidad casi competitiva de cartografiar a la perfección todas las coordenadas culturales: las ansias por leerlo todo, contemplarlo todo y verlo todo en un empacho simbólico-compulsivo (denominado binge watching por Byung-Chul Han) que propicia una sobreanalfabetización terrible. Estamos tan acostumbrados (y tan enganchados) al consumo cultural continuo que la semana que divide el estreno de los sucesivos episodios de Bruja Escarlata y Visión (Jan Schaeffer, 2020) nos parece una distancia insalvable, alargada aún más por el suspense que nace de los maliciosos cliffhangers de este tipo de productos. El apetito voraz que nos amenaza en estas circunstancias va acompañado de una mala digestión, sobre todo cuando dejamos de lado el fast food palomitero e intentamos degustar obras gourmet (mejores o peores) haciendo uso del paladar de un infante compungido que, entre viscosas lágrimas y húmedos mocos, se quiere meter en la boca un refinado entrecot mientras espera a la siguiente ración de nuggets de pollo.

Fotograma de Bruja Escarlata y Visión (2020) de Jac Schaeffer.
Fotograma de Bruja Escarlata y Visión (2020) de Jac Schaeffer.

Cuando me rindo a estos festines (es imposible no hacerlo de vez en cuando) me convierto en un ser pasivo y permito que el laboratorio de mi mente deje de funcionar a su máxima capacidad: no tiene entonces por qué inspeccionar exhaustivamente toda la materia que habitualmente le presento para extraer ideas interesantes o atractivas, en mi desesperada búsqueda de capital cultural o social (a falta de capital económico). Demasiadas cobayas y ratas de laboratorio infestan mi mente como para poder atenderlas y para ser capaz de monitorizar su paso por laberintos de trazados complejos. Toca, entonces, simplificar el recorrido de los sujetos de pruebas y reducir el laberinto a un sencillo pasillo con entrada y salida que se extiende en línea recta, como la barra de reproducción de una plataforma de streaming que, incansablemente, se arrastra para ofrecernos películas y series y documentales y álbumes y playlists que apenas llegamos a comprender una vez consumidas.

Toda esta exhortación puede parecer una simple excusa para justificar que, después de estudiar asignaturas muy relacionadas con el cine durante los tres últimos años de mi vida, no haya conseguido extraer ninguna conclusión epifánica de los visionados que he intentado realizar asiduamente los últimos meses. Si Slavoj Zizek, en su breve ensayo Pandemia (2020), habla sobre cómo los trabajadores del sector intelectual o creativo tienen que lidiar con la presión de concebir conceptos nuevos, en contraposición con los trabajadores físicos que desgastan su propio cuerpo para ganarse la vida, me quedo con el excelente artículo de mi compañera Silvia Serrano para explicar, en parte, lo que me ha sucedido esta tarde. Sin embargo, no solo el pánico a la hoja en blanco ha provocado que este artículo discurra a través de los meandros de un discurso sin un objetivo claro.

Para ampliar: El detrimento del disco en favor de los hits de rápido consumo

Sentado en mi silla, iluminado por una amalgama de luz de monitor y flexo y por los rayos del renqueante sol invernal, quería que mis dedos tecleasen y construyesen un flamante artículo acerca de un tema que, finalmente, se mantiene en animación suspendida en la espaciosa cubeta de las ideas pendientes. Sin embargo, pese a tener una idea fija sobre lo que quería escribir, junto a la pestaña de WordPress pretendía nacer a cada momento una ventana directa hacia la frivolidad de Twitter o hacia los más inverosímiles vídeos de YouTube (“veo este vídeo de cinco minutos sobre la revolución de Burkina Faso y me pongo a escribir”). Diez mil estímulos estridentes pugnaban por arrebatarme la dulce y agónica soledad del escritor: el ilimitado buscador de Google, el zumbón teléfono Samsung que reposaba en mi escritorio, los hálitos del debate de Sálvame que se filtraban en mi cuarto desde la televisión del salón… Solo podía escapar de mi Crónica de una procrastinación anunciada aplicando una fórmula sencilla: llevando a cabo el clásico paseo-vagabundeo sin rumbo fijo, que si bien ya no nos puede nutrir con aire fresco (¿queda una pizca de eso en algún rincón del mundo?), sí que nos puede reconciliar con la realidad extramuros “en baja definición” a la que, en ocasiones, no prestamos la atención suficiente. 

El diablo de la procrastinación suele ser muy convincente, más aún cuando estamos rodeados de estímulos. Fotograma de El emperador y sus locuras (2000) de Mark Dindal.
El diablo de la procrastinación suele ser muy convincente, más aún cuando estamos rodeados de estímulos. Fotograma de El emperador y sus locuras (2000) de Mark Dindal.

Si demasiada ficción me había frito la inspiración, siempre me quedaba el mundo real, con el que llega hasta a resultar escalofriante interactuar sin una mediación simbólica de por medio. Un hombre que me enseñó teatro durante un brevísimo periodo de tiempo me enseñó en el modesto escenario de una Junta de Distrito lo mismo que aprendí del prestigioso cineasta iraní (¿en serio he escrito eso?) Abbas Kiarostami, cuando me presentó el Kurdistán de su película El viento nos llevará (1999): tenemos que reeducar la mirada, pues, cuando nos obcecamos en la búsqueda de narrativas, simbolismos, interpretaciones y demás peripecias intelectuales, nos perdemos la simple belleza del mundo tal y como se nos presenta. No se puede disponer de esta belleza mediante el apasionado y lujurioso abrazo con el que nos apropiamos de las emociones que nos ha preparado un pintor, un prestigioso realizador europeo o un ejecutivo de Netflix. Esta belleza simplemente nace del ambiente cuando somos sensibles a él con una disposición apacible del espíritu. Y nos abraza, y nos hace sentir una incomprensible sensación de sosiego. 

No hace falta recurrir al cine iraní para advertir esta verdad, pues en el amplio parque por el que he salido a pasear para despejarme he sentido esta calma casi mística a la que finalmente he decidido dedicar el artículo. Alumbrado por la luz de lejanas farolas, contemplando la vieja carretera y los árboles que consiguen imponer su reino hasta en una ciudad como esta, sentí la calma y olvidé esa necesidad imperiosa de exprimir el alma hasta dar a luz, entre terribles esfuerzos, a una creación original que realmente aporte algo al exigente canon de la humanidad. Entonces, y de manera bastante irónica, volví a caer de manera repentina en la Rueda de los Deseos terrenales, esta vez para bien. Y es que el ambiente de aquella solitaria porción del parque me recordó a la mágica atmósfera que caracteriza los últimos minutos de Deseo de una mañana de verano (1966) de Michelangelo Antonioni, en los que el protagonista pasea por un tranquilo parque londinense. Y de esa intuición brotó la dulce inspiración para este artículo que, en definitiva, se puede considerar un fracaso. Porque, ¿de qué sirve reivindicar la belleza inmanente e inútil que contienen El viento nos llevará Deseo de una mañana de verano cuando vilmente la he instrumentalizado para escribir estas líneas?  

Fotograma de El viento nos llevará (1999) de Abbas Kiarostami.
Fotograma de El viento nos llevará (1999) de Abbas Kiarostami.
Fotograma de Deseo de una mañana de verano (1999) de Michelangelo Antonioni.
Fotograma de Deseo de una mañana de verano (1999) de Michelangelo Antonioni.

Lo cierto es que en el mundo real ya es bastante tarde para responder a esta cuestión. Y, sinceramente, me da igual. Creo que, a estas alturas, me he ganado el derecho a hundirme un ratito en el nirvana de la complacencia autoconsciente, en la paz y en la reconciliación con el mundo que me rodea. El día de mañana (o más bien, el día de pasado mañana), cuando la vista me falle y las arrugas hayan moldeado mi piel, espero estar libre de las presiones, las obligaciones y los compromisos que, después de todo, son la salsa de la vida. Entonces, podré pasear por el mismo parque por el que he anduleado hoy, sin que revoloteen a mi alrededor las preguntas y las presiones. Y puede que recuerde un verso suelto, un fragmento de un poema completo que escuché en una antigua película iraní. Sabré en ese momento, gracias a la sabiduría que otorgan los años, que se trata también de un mantra perfecto para continuar cuando el mundo nos pide más de lo que le podemos ofrecer. El viento nos llevará consigo.  

2 comentarios en “Paseo de una tarde de invierno

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