Quizá ya no haya hueco para nosotros en la ciudad 

Los amantes del cine volvemos a estar de enhorabuena. Una vez superada la resaca de los Premios Goya, empieza una nueva temporada de premios, pues hace poco más de una semana se hicieron públicas las nominaciones para los Premios Óscar 2021. De entre las candidatas a la categoría de mejor película, el primer filme que he tenido el placer de ver en cines es Minari. Historia de mi familia (2020), de Lee Isaac Chung. Se trata de un relato de claro carácter autobiográfico, enmarcado en una película pequeña y sencilla que, de manera sobria, ofrece sugerentes pinceladas que reconstruyen parte de la experiencia que, probablemente, haya vivido en su infancia el director de la película. Al igual que los protagonistas del filme, la familia de Lee Isaac Chung, de origen surcoreano, se trasladó desde una gran ciudad hasta el estado de Arkansas para adoptar un estilo de vida rural y ganarse la vida gracias a la agricultura.

Frente al dramatismo y al estruendo de películas como Adúla inmigración en Minari supone un pequeño conflicto de choque cultural que se materializa en pequeñas conversaciones entre los niños en la iglesia del pueblo, y también en la dualidad identitaria que pueden experimentar los inmigrantes llamadosde segunda generación”. “La abuela huele a Corea”; “pero si tú nunca has estado en Corea”, le responde su hermana mayor a David, el pequeño protagonista del filme. El niño, pese a haber recibido una educación coreana, ha sido receptor pasivo de la influencia cultural estadounidense, hasta el punto de no reconocer a su abuela como tal por no parecerse en nada a las grannys estadounidenses que preparan galletas y arropan a sus nietos. 

Fotograma de Minari (2020) de Lee Isaac Chung.

Precisamente me ha llamado la atención este aspecto de la película porque, como otros tantos detalles en el film, se desarrolla de manera delicada e indirecta con una confianza absoluta en que el espectador va a conectar con las experiencias únicas de un autor que se ha criado en lo más profundo de la Norteamérica rural. Parece que, décadas después, los cineastas más atrevidos han terminado por dar la razón al cineasta Andrèi Tarkovski, que siempre aspiró a alcanzar lo universal desde lo más íntimo: Las niñas, de Pilar Palomero, indiscutible ganadora de los Premios Goya, funciona con una filosofía similar, y por ello ha emocionado a tantas mujeres que estudiaron en colegios religiosos en los años 90 y ha dejado tan fríos a otros tantos espectadores ajenos a ese tipo de vida. 

Y aunque me ha parecido interesante que Minari se atreva a ser tan autobiográfica en algunos temas (pues tiene que ser doloroso recrear y airear las crisis de pareja de tus propios padres), lo que más me ha llamado la atención, quizá de manera irracional, es el telón de fondo sobre el que se construye la película: la granja que intenta sacar adelante el padre del protagonista, interpretado por el conocido Steven Yeun. Y es que al ver como el personaje araba, plantaba y preparaba los sistemas de riego esperando una valiosa cosecha, me acordé del videojuego que, hace unas semanas, me tuvo completamente atrapado: estoy hablando del aclamado “simulador de granja” Stardew Valley

Captura de pantalla de la versión para Android de Stardew Valley, desarrollado por Concerned Ape.

A los pocos minutos de juego, me di cuenta de por qué la obra de Concerned Ape (estudio compuesto únicamente por el desarrollador Eric Barone) se ha convertido en un clásico de culto entre tantos videojugadores que, tras una infinidad de horas pegando tiros y matando monstruos, han decidido mudarse al ficticio Pueblo Pelícano para plantar pepinos, picar en la mina y pescar en los estanques esparcidos por la aldea. El juego resulta adictivo porque con cada acción te inyecta una dosis de tranquilidad y relax, al encontrarte en un mundo sencillo en el que puedes afrontar (y de hecho, te obligan a afrontar) la vida con calma.

He pasado más horas de las que me gustaría admitir en el mundo pixelado de Eric Barone, limitándome a alimentar a las gallinas o a esperar a que los peces picasen el anzuelo mientras conversaba con un amigo vía Discord. En vez de grandes puntuaciones, bonificaciones o desbloqueos, el premio gordo en Stardew Valley llega cuando la cosecha que tanto te has esforzado en cuidar al fin brota: gracias a tu perseverancia y paciencia, puedes ganar entonces suficiente dinero como para ampliar tu imperio agrícola y seguir adelante. Supongo que los protagonistas de Minari, al contemplar la exuberancia de sus cultivos, se sentirían igual que yo cuando observé cómo había crecido al fin la hilera de caros arándanos que había plantado al principio del verano

Tanto Minari como Stardew Valley me han llevado, en cierto modo, a romantizar la vida en el campo. Una vida dura que vivieron muchos de nuestros abuelos y que creemos que se encuentra en peligro de extinción. Yo no vivo en la llamada “España vaciada”, pero me puedo hacer una idea de los pensamientos que recorren las mentes de tantos jóvenes criados en zonas rurales y deprimidas que, con mayor o menor pena, están deseando abandonar su tierra para vivir en la gran ciudad, llena de oportunidades, actividades y diversión. Pero ¿qué es lo que nos puede ofrecer realmente la ciudad a nosotros, que con mucha suerte tendremos un sueldo que apenas nos llegará para pagar cualquiera de los disparadísimos alquileres que abundan en las metrópolis? ¿Qué es lo que nos puede ofrecer este enorme coloso en constante gentrificación, que cada vez disipa más el sentimiento comunal que abundaba en los barrios, y que ofrece más y más espacio a los coches y al consumo y menos a la vida? 

Yo nunca me he considerado una persona de campo, ni una persona “de pueblo”. Me gusta pasear, me gusta adoptar el papel de dominguero de vez en cuando y me gusta, en ocasiones, refugiarme en la tranquilidad del pueblo de mis padres. Pero ocupa más espacio dentro de mí el movimiento de la ciudad, un movimiento que se ha visto súbitamente interrumpido por la pandemia que estamos viviendo. Aquí en Madrid, los políticos de turno han decidido con vehemencia “salvar la economía”, es decir, reducir tu socialización al consumo. Y con esta decisión, he visto más de cerca los rotos en las costuras de la ciudad, cada vez más un agregado de trabajadores “de clase media”-consumidores, y menos un conjunto de ciudadanos que constituyen una comunidad.

Con la COVID-19, también se ha impulsado el teletrabajo que, por suerte o por desgracia, ha llegado en gran medida para quedarse. Esta circunstancia abre una posibilidad que elimina de la ciudad, en gran parte, el principal atractivo que subyace por encima de todos los constructos que nos llevan a idolatrar la gran urbe: en la ciudad estaba el trabajo, pero ahora el trabajo está en la fibra óptica, en las señales de wifi que reconstruyen la imagen de tu compañero de oficina en el Zoom de turno. 

El pensador de tendencia libertaria Murray Bookchin ha reflexionado largo y tendido sobre la construcción de sociedades más horizontales. (El Viejo Topo)

Quizá la solución no consiste en irse a un pueblo pequeño a plantar tomates y a alimentarse de la tierra, pero puede que no nos quede otra que llevar a cabo una huida hacia delante y desarrollar las nuevas profesiones a distancia desde un pueblo de Soria. Da igual lo que opine o lo que especule: al final de cada gran imperio, la gente vuelve al campo. Ocurrió tras el colapso del Imperio Romano y ocurrirá tras el colapso (que ya estamos viviendo) del Imperio del Capital. Y aunque en primera instancia no parezca un futuro muy atractivo (habrá que ver de qué manera va a afectar esta deslocalización del trabajo a las relaciones laborales), está en nuestra mano el de planificar este hipotético futuro en el que las emigraciones desde las grandes ciudades han vuelto a llenar los pueblos. O hacemos eso, o estamos destinados a hacer realidad el “planeta de ciudades miseria” del que habla el autor Mike Davis. 

Se ha escrito largo y tendido sobre modelos alternativos de comunidad, y alejándonos de las concepciones magufas o New Age, me parecen muy interesantes las ideas que maneja el “municipalismo libertario” planteado por Murray Bookchin. Sin embargo, no es demasiado útil especular sobre modelos concretos a la hora de abordar un futuro del que no tenemos certeza. Me parece más útil trabajar sobre las ideas (llamadme idealista) que deberían regir el mundo de pequeñas poblaciones que estoy proyectando: democracia, horizontalidad, cercanía y, sobre todo, una idea que condensa un lujo que poco a poco nos hemos arrebatado a nosotros mismos: la lentitud.

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