Disney relega a su plataforma de streaming una obra menor en escala, pero mayor en representación
Han pasado ya 27 años desde que Pixar se decidiese a sacudir el género de animación con la primera entrega de Toy Story y, desde entonces, nos ha entregado multitud de historias; ha dado vida a juguetes, coches e incluso sentimientos y se atrevió a visitar y estudiar culturas como la mexicana o la italiana. Pero, a pesar de esta diversidad, ha tenido una cuenta pendiente desde sus inicios: la feminidad como protagonista. Sin embargo, aunque ya probó estas mieles con Brave (2012), ahora nos encontramos con algo totalmente distinto.
Mei Lee, una joven de 13 años de descendencia asiática, vive una vida de lo más normal hasta que la pubertad llama a su puerta y descubre una maldición que pesa sobre su familia: cuando se emociona (algo que hace a menudo pues está descubriendo la adolescencia) se transforma físicamente en un panda rojo de grandes dimensiones. Esto la llevará a tener situaciones rocambolescas buscando esconder su nuevo e intermitente físico y la nueva personalidad que le está provocando. De este modo, la película es una acertada metáfora sobre lo que supone esta etapa de transición para los jóvenes y, sobre todo, para las chicas. En ellas, los problemas se acentúan con unos cambios físicos más marcados y por el simbolismo que supone tener la menstruación, algo también muy presente en la representación que propone la obra.
La importancia de verse representado
La novata en el largometraje, Domee Shi, se propone reflejar en pantalla un tema poco tratado, el cual exige un alto grado de valentía para poder desarrollarse en el mundo actual y, por suerte, con esta directora se dan las circunstancias necesarias. Pixar nunca ha tenido reparos en tratar con seriedad temas tan trascendentales como la muerte o la depresión. Aquí no iba a ser menos a la hora de mostrar la menstruación, el paso a la adolescencia y cómo ello puede afectar al sexo femenino.
A lo largo de la película vemos cómo la protagonista, una chica totalmente normal rodeada de sus mejores amigas, con los miedos e inseguridades típicos de su edad y con las hormonas revolucionadas, es el fiel reflejo de cómo se lidia con todos estos problemas. Por suerte, muchas chicas alrededor del globo se verán reflejadas en ella, encontrarán similitudes en su lucha interna. Comprenderán que ese puntito de rebeldía que tiene Mei Lee no tiene por qué ser malo, y ya solo por esto la película es todo un éxito. Esta lucha interna se ve agravada por la presencia, bajo su punto de vista, de una madre un poco autoritaria y, digámoslo, bastante odiosa. Esto le ocasiona varios problemas y se presenta como la gran “villana” de la película, pero con grandes matices, ya que el amor hacia su hija es mayor que todo lo demás.
¿Es suficiente con las buenas intenciones?
Adentrándonos en la película y dejando de lado sus valores extra cinematográficos (que, repito, son su mayor baza), asistimos a una película con la típica estructura de Pixar, antropomorfización de un animal incluida. Todo esto se desarrolla desde un punto de vista infantil, como no podía ser menos, para dotar a la protagonista de cierto miedo por el territorio desconocido al que está a punto de enfrentarse. Así, el espectador adulto empatiza con ella porque ya conoce y ha superado esos miedos mientras que el espectador infantil verá una niña que lucha contra unos terrores inevitables a los que ellos (más bien ellas) también tendrán que enfrentarse en algún momento.
Durante su ajustado metraje de escasos 90 minutos (cosa que se agradece) se estudian numerosos temas de actualidad, además de la ya comentada celebración del feminismo. Se advierte durante toda la película un aroma de inclusión, ya no solo por la familia asiático-canadiense protagonista, sino porque en la sociedad alrededor de ella (sus mejores amigas, su instituto…) se visibilizan numerosas razas y culturas que no son simple attrezzo, sino que interactúan entre ellos y tienen su propia personalidad.
A Red, al igual que cualquier obra de Pixar que se precie, no le falta (ni le sobra) el componente fantástico. En este caso supone la presencia de un panda gigante que hace de alegoría sobre los cambios físicos que ocurren a estas edades. Esta imaginería típicamente asiática acorde con la obra mantiene un perfil bajo durante la mayor parte de la cinta. Así parece pedirlo el relato, ya que todo consiste en una lucha interna de la protagonista por mostrar o no a ese panda, aunque se descontrola durante un tercer acto pirotécnico que hace perder un poco el intimismo que parecía buscar desde un principio y provoca que la obra se desmorone en parte.
Y tampoco va a faltar, como en cualquier obra de Disney que se precie, el componente de nostalgia. En este caso es nostalgia noventera, con boy band incorporada, para acabar de redondear todo ese despertar, sexualidad incluida, que ocurre alrededor de la protagonista.
A modo de conclusión, Pixar innova tanto en temática como en estética con un estilo de animación que, debido a la historia que cuenta, tenía que tener forzosamente rasgos asiáticos. Por tanto, es una obra, por descontado, digna de ver, pero cuya grandeza reside más en lo que cuenta que en cómo lo cuenta. Y es, a modo de resumen, una oda a la juventud que no rehúye de contar la parte difícil de esta etapa. Es un alegato a favor de la inclusión y un estudio de los valores familiares quizá más conservador de lo que la historia quería proponer.