Un cuento sobre la supuesta muerte del cine como arte

Las manos arrugadas del viejo mayordomo agarraban una bandeja en la que reposaba la cena de su amo. Subió las escaleras de la mansión. Los escalones ascendían de forma infinita hasta la parte superior donde el señor Cine esperaba. Numerosos candelabros escoltaban su trayecto a través de los lúgubres pasillos. El mayordomo giró para encontrarse con los aposentos de su amo. Dos armaduras custodiaban la gran puerta de madera. Tras más de cincuenta años trabajando para el señor C., había interiorizado con profesionalidad todas sus manías. El amo no encontraba el sueño con facilidad Aquella casa crujía y se quejaba de forma constante debido a su deterioro, así que colocó su dormitorio en la habitación más alejada en busca de paz. Cada día entraba en su cuarto de forma inalterable a las ocho en punto. Cerraba su puerta con llave y leía en su sillón cartas que le había dedicado un tal Bazin. Una hora después, el mayordomo tocaba tres golpes en su puerta para entregarle su cena. Debido a esta minuciosidad repetida hasta la saciedad, los ojos del mayordomo se abrieron de manera desorbitada cuando se acercó a la habitación del señor Cine.

La puerta estaba abierta.

El mayordomo olvidó las correctas formas que se esperaban de él y dejó con estrépito la bandeja en el suelo. La oscuridad más profunda latía en el interior del dormitorio. El corazón le golpeaba con velocidad mientras se adentraba en él.

Debido a su experiencia dentro de aquellos muros, no le fue complicado encontrar la lámpara ubicada en la mesa central. Cuando la tenue luz inundó la habitación, el mayordomo, ansioso, recorrió con la vista el lugar en busca de su señor. La cama estaba sin deshacer. En el sillón descansaban varias cartas. Las sillas, vacías. ¿Dónde estaba? Algo marrón le llamó la atención. Detrás de un sofá ostentoso se entrevía un objeto de piel en el suelo. El mayordomo tuvo que sujetarse con fuerza a una de las sillas para no caerse. Aquello eran las pantuflas del señor Cine.

—¿Amo? —preguntó con voz temblorosa.

No hubo respuesta.

El mayordomo se dirigió con pasos lentos hacia el sofá. Su campo de visión aumentó y a las zapatillas se le añadieron el pantalón de pijama, la camisa entreabierta y, finalmente, el rostro. El señor Cine tenía los ojos completamente abiertos e inertes.

Estaba muerto.

[Para continuar este relato de forma más exacta y facilitar al lector la resolución de la muerte del Cine, se ha decidido añadir el diario personal del detective a cargo del caso]

Fotograma de 'Casino Royale' (Martin Campbell, 2006)
Fotograma de Casino Royale (Martin Campbell, 2006).

Cuando mi jefe me llamó por teléfono, yo estaba en casa viendo Casino Royale. La buena, la de Craig. ¡Cómo me gustaba aquello! Tumbarme después de un largo día, abrirme una Coca-Cola y disfrutar. Ir a una sala estaba bien, era una experiencia que me gustaba. ¡Pero allí no podía fumarme un cigarrillo! Pausé a Mikkelsen con su ojo sangrante y escuché órdenes. Supe que mi plan se había ido al traste.  Agarré mi sombrero y me aseguré de llevar encima la placa y el revólver. Tenía trabajo que hacer. El Cine había muerto.

De camino a la escena del crimen mi cabeza no paraba de dar vueltas. Era el más jóven de aquellos siete hermanos que hacían las delicias del resto del mundo: Música, Danza, Pintura, Escultura, Literatura, Arquitectura y el propio Cine. Sus hermanos triplicaban su edad, por lo que la vejez no podía ser la causa de su muerte. No pude cavilar más, había llegado a su casa.

Me encontré con un mayordomo imposible de interpelar debido a sus lloros incesantes. Un médico le dio un calmante y se acostó. Descarté su implicación debido a su vejez y a un sexto sentido detectivesco harto de clichés sobre los mayordomos. El médico me adjuntó el informe del forense. Infarto de miocardio. Causa: desconocida. No existía rastro de ningún veneno ni era coherente que aquel Arte muriera por causas naturales. ¿Qué demonios había pasado?

Mi enfado no iba a solucionar nada y comencé a escudriñar la habitación. Las ventanas estaban cerradas por dentro, ninguna huella. Todo estaba intacto. Agarré unas cartas colocadas en un sillón. La inmensa mayoría de ellas eran textos dedicados de André Bazin, preguntándole acerca de su forma, de su fondo. Un maniático obsesivo, quizá. Pero ya muerto desde hacía más de 70 años. No podía ser sospechoso. No obstante, en la pila de cartas me llamaron la atención las tres últimas.

Aquellas cartas no eran de Bazin.

Cada una de ellas procedía de una persona distinta. Todas enfurecidas. No daré sus nombres por confidencialidad. Uno de ellos, al que llamaré Pedante, rellenaba su texto de soberbia, asegurando al Cine conocerlo mucho mejor que él mismo. Pedante afirmaba que ya nada podría sorprenderlo, que se aburría de él. Otro, cuyo pseudónimo será Anticuado, atacaba al Cine ante sus cambios tecnológicos, morales y sociales y le pedía por las buenas y por las malas que volviera a ser el de antes. El último, Ignorante, menospreciaba las inquietudes y las razones de ser del fallecido de forma violenta. Agarré con fuerza aquellas misivas. Había encontrado algo. Subí al coche y me dirigí a cada una de las direcciones de aquellas cartas.

Pero mis viajes no tuvieron éxito.

La superioridad de Pedante era repulsiva y usaba al Cine como herramienta para situarse por encima del resto. Podría haberlo matado hasta sin querer. Sin embargo tenía una fuerte coartada. Había pasado la noche entera con otros colegas analizando plano a plano Sátántangó. Cuando comenzó a hablarme sobre los verdaderos motivos de Lynch en Carretera perdida decidí marcharme.

El hogar de Anticuado rezumaba nostalgia. Diversos pósters de películas de John Ford rellenaban el lugar. Lloraba constantemente. Afirmaba que las redes sociales, las nuevas generaciones y las plataformas streaming estaban acabando con el Cine. Me irritó. Echaba las culpas a todo el mundo menos a él y a su reducida visión de la vida. Por desgracia, también tenía coartada. Estuvo toda la noche en la Filmoteca visualizando Rebeca. La taquillera pudo corroborarlo. Lo conocía de sobra.

Por último, Ignorante pasó todo el día conectado a Twitch para jugar al nuevo torneo de Pokémon. Ni pudo ir hasta la casa del Cine ni ganó con Charizard.

Fotograma de 'Agatha Christie's Poirot' (1989-2013).
Fotograma de Agatha Christie’s Poirot (1989-2013).

Pasaron las semanas y mi investigación se hundía junto a mis esperanzas. Decidí volver a la mansión para excusarme ante su mayordomo. Cuando me recibió en la puerta, noté que algo había cambiado. Aquel hombre hundido que recordaba se hallaba pletórico. Me invitó a una copa mientras no paraba de hablar. No daba crédito. ¿Acaso había sido él? Me sentí estúpido. Todo aquel tiempo había tenido la solución delante de mis narices. Con rabia acumulada, agarré a aquel anciano con violencia y lo esposé. No tenía prueba alguna contra él, salvo su estado anímico. Fuera de mis cabales comencé a denunciar su culpabilidad y lo saqué de la mansión a golpes. Aquel pobre diablo tan solo podía repetir que él amaba a su señor. Un último empujón lo derribó por completo en el jardín delantero. Lloriqueando, comenzó a gritar de tal manera que mi rabia se disipó.

—¡Mire en mi bolsillo! ¡Quizá eso aclare mi inocencia!

Hice caso y saqué una carta de su pantalón. Rezaba lo siguiente:

Hola, querido acompañante.

No le habla un fantasma. Estoy bien. Mejor que nunca, diría yo. Deje que le aclare esta complicada tesitura antes de que se enfurezca conmigo o algo peor.

¿Sabe una cosa? Yo nací para hacer feliz a la gente, pese a mis historias tristes o terroríficas en ocasiones. Desde hace mucho tiempo noto como esto comienza a cambiar. Unos se quejan de que ya he dado todo lo que podía dar. ¡Qué manera de menospreciar mi trabajo! Otros, a su vez, son temerosos a los cambios y me rechazan por amoldarme a las nuevas eras. No acabó conmigo ni la televisión ni Internet, tampoco lo va a conseguir una suscripción a Netflix. Y existen otros, ay querido, que ni siquiera me conceden mi propio nombre. ¡Casi ni lo conocen! Me apena el corazón.

Un día decidí acabar con esto. No me resultó complicado. Tan solo tuve que sobornar a un médico y a un forense fanáticos de Origen. Les desvelé el secreto de aquel final. Si la peonza dejaba de girar o no. Tan simple como eso. Un poco de teatro para que usted, mi querido amigo, me hallara “muerto” en mis aposentos y por fin podría escapar de aquí.

Oh, no se preocupe. No me he ido muy lejos y puede que vuelva algún día. Mientras, descansaré. ¡Cuídese, fiel amigo!

C.

Atónito, devolví aquella carta a su destinatario. Le quité las esposas. Una amplia sonrisa florecía en su cara. Me marché.

Llegué a mi casa y me tumbé en el sofá. Al encender la televisión comprobé que Casino Royale seguía esperándome. Di al play. Ese viejo tenía razón. No se había ido tan lejos.

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