“Recuerdo unas manos, toscas, recias”.
Hace ya bastantes años, en el instituto, tenía buena relación con mi profesor de filosofía. Un día, nos llevó a unos pocos amigos y a mí a visitar el archivo del ayuntamiento de mi pueblo. Nos abrieron una habitación llena de estanterías con hileras e hileras de documentos, libros, gráficos, carteles… Reconocer familias, lugares y cambios en el pueblo durante los años de posguerra nos hacía cierta ilusión.
Recuerdo pasar el dedo entre unos documentos de tabacalera, de cesiones de estancos entre familias del pueblo, buscando restos de mi familia por parte de madre.
Recuerdo unas manos rebuscar entre carteles de las ferias de mi pueblo. Y otras, no sé si las mías (la memoria es líquida, se escapa) entre los de las Semanas Santas. Recuerdo parar en uno, de cuando mi abuelo vivía. Una foto en blanco y negro del cristo de su hermandad, el de las Tres Caídas. Una talla a la que, quizá por eso, siempre he tenido cariño. Debido a su muerte tan prematura, es el recuerdo que más me une a él, con diferencia.
Esta es la importancia del documento, del archivo. Llega a donde la memoria no puede. La memoria es inevitablemente líquida, necesita algo que la sacuda, que la despierte, como si fuera un fluido no newtoniano, si es que eso tiene algún sentido. Por eso Los restos del pasar es importante. No porque sea un documental (o una ficción) sobresaliente, que lo es. Tampoco por la insultante juventud del equipo detrás de ella, que también. Sino como documento de archivo. Porque habrá algún niño en Baena al que las manos que se filman aquí le hablen directamente, y servirán de pegamento entre su memoria y su pasar. Y porque Los restos del pasar es una sacudida a la memoria de cualquier persona criada en la Andalucía rural.
Recuerdo unas manos. Son las de mi abuela haciendo pestiños. Son las de mi madre peinando a mi hermano. Son las de mi padre poniendo leña en la chimenea. Son las de Paco Ariza sosteniendo un pincel. Dibujando un burro.
Todas estas cosas tienen algo en común: son recuerdos aislados, intensos y potentes solo debido a su propia condición. Lo dice la propia película, en una frase que creo que resume por completo lo que pretende transmitir:
“La imagen se erosiona. Y hay ciertas cosas excesivamente intensas que no están hechas para el recuerdo porque la condición de su intensidad es el olvido”.
Quizá a raíz de esa intensidad en casi todas y cada una de las imágenes de la película (a la que ayuda su trabajo en el departamento de fotografía) nace una relación algo problemática con la excesiva romantización de la nostalgia. Pero creo que la película ofrece un aparato discursivo suficientemente potente como para que esa nostalgia no sirva de refugio, sino de reflejo. Hay mucho de Bresson en ella, aparte de un burro. Y mucho de la pasión del cine hecho entre amigos.
Creo que en el futuro, cuando me falle la memoria, acudiré a algunas películas. La imagen, al igual que la pintura, tiene esa certeza enemiga del tiempo. Acudiré buscando recordar todas esas manos. Los restos del pasar cumple esa función tanto desde el documental como desde la ficción.