«Cuadradito no puede entrar, no es redondo como la puerta. “¡Sé redondo!” – le dicen los Redonditos. Cuadradito lo intenta con todas sus fuerzas, ¡pero no hay nada que hacer! Los Redonditos hablan durante mucho, mucho tiempo hasta que comprenden que no es Cuadradito el que tiene que cambiar: ¡es la puerta!».
Ruillier, J. (2005). Por cuatro esquinitas de nada.
¿Y si la diversidad fuera cuadrada y el cine fuese un ascensor social con el marco modificado hacia una humanidad esférica? Una premisa tan simple, tan comprensible, tan redonda, acaba reduciendo este punto de partida a un punto y final. Esto es anticapacitismo para principiantes, que nadie se confunda. La diversidad es un concepto poliédrico incapaz de reducirse a una única forma y realidad. Por desgracia, esta idea no se ha conseguido trasladar todavía de manera generalizada a las representaciones audiovisuales.
Por eso abogo por la necesidad de dilatar los márgenes. Es imperativo que nos deshagamos de los marcos que delimitan el pensamiento y de las premisas que estructuran las películas (y la vida humana, también). Hace mucho tiempo que pulula por mi mente eso de que lo que no se ve, lo que no hablamos, ni escribimos, ni mostramos, no existe. Y en cierta manera es verdad. No porque no haya millones de cosas reales que desconocemos en el mundo, sino precisamente por ello. La realidad la creamos nosotros, porque el oxígeno era oxígeno mucho antes de que alguien se decidiese por ponerle un nombre. Pero hasta ese momento, a su vez, no era nada.
Y es muy cierto que cada vez son más las películas que hablan de diversidad, por mucho que a algunos les moleste. Porque las mentes cambian y el arte, consecuentemente, cambia con ellas. Sin embargo, hay un tema común en muchas de estas producciones que, para mí, es un error. Principalmente, un error de mirada, pero va más allá de eso. No se puede pasar la diversidad por el halo del capacitismo sin comprometer el discurso.
Por poner un ejemplo concreto, que creo que todo se explica mejor a través de ellos: la bilogía de Javier Fesser (Campeones, 2018; Campeonex, 2023) —no por ser peores que otros posibles ejemplos (de hecho, el análisis es común), sino por su mayor alcance—. Dos películas que, en rasgos generales, han tenido una buena recepción y un gran éxito y que, además, han sido elogiadas como exponentes de la inclusión. No obstante, en ambas, Fesser es incapaz de abstraer su mirada capacitista del relato. Apunta reiteradamente a la dualidad entre capacidad e incapacidad, a la cultura del esfuerzo, al buenismo bien, pero jamás deja de entender la diversidad como una barrera y no como otra forma de existencia.
Para ampliar: ¿Dónde nace la risa en ‘Campeonex’?
Probablemente, sea incluso algo inconsciente, no conozco yo personalmente al director como para aventurarme a sugerir cuáles son sus intenciones, mas empaña las escenas de un filtro sesgado, estereotipado y paternalista. La homogeneización de la otredad sirve como buen conductor de emociones, el espectador consigue sentirse identificado con los personajes y empatizar con sus problemas y dificultades con facilidad. Sin embargo, esto se alcanza a costa de una representación deficiente. Se utiliza la discapacidad como una prótesis narrativa para contar una historia de superación sin ser capaz de disimular la distancia entre el director y el relato potencial. La realidad queda retratada de una manera parcial y poco concisa, aún estigmatizante. Esto se evidencia a través de personajes diversos, pero que, en realidad, son todos iguales.
No se exponen diferentes realidades, sino dos: la norma y todo lo que se sale de ella. Y, además, todo lo otro queda dispuesto a su capacidad para adaptarse a la vida neurotípica, sin siquiera considerar que puede que no sea la única manera de vivir. Que el protagonista pase de malo a bueno porque se da cuenta de que un equipo formado por personas con discapacidad también puede ganar un partido es cuanto menos ridículo, al menos a estas alturas. Es como el cuñao que te dice que su vecino gay no le cae mal porque no se comporta como un gay. O al que no le importa con quién te acuestes mientras no tenga que veros daros un pico en la calle. Mientras no molestes, mientras no cuestiones su realidad, eres válido. Tendríamos que estar discutiendo y riéndonos de estas visiones tan cerradas de la vida, no aplaudiéndolas.
Asimismo, el humor, eterno vehículo conductor para la crítica social, queda completamente a disposición del espectador. Todo el componente cómico se basa en la diferencia entre ellos y nosotras, marcando la neurotipicidad como norma y ridiculizando todo lo que la desborda, incluso los intentos de los personajes por encajar en ella. Es la incapacidad del director de poner a todos los personajes al mismo nivel, de verlos como iguales, lo que le imposibilita el poder reírse de ellos de manera genuina, traspasando la capa más superficial. Parece que le sabe mal hacerlo, y es que muy posiblemente le sepa mal; ese es precisamente el problema. Con las gafas del capacitocentrismo puestas todo es divertido, pero una mirada de ojos desnudos detecta la poca potencia de la lente.
Nunca se llega a la raíz del problema, que está más cerca de las creencias e imposiciones sociales que nos dictan qué podemos hacer y cómo hacerlo que de un villano con nombre y apellidos. Porque lo peligroso no es un imbécil retrógrado, ni una compañera que subestima las capacidades de los demás, ni un familiar desagradable, ni los comentarios insultantes. Al menos, no son lo más peligroso, aunque sí suponen un peligro en sí mismos. La amenaza primigenia está en el sistema que crea y respalda todas las ideas que hacen que estas personas se comporten como se comportan. Porque no lo estamos poniendo en el punto de mira, no estamos debatiendo sobre el tema, no estamos mirando hacia donde debemos. Las tiritas solo son una solución temporal a la herida, es necesario extirpar el tumor. Y de urgencia.
Y, así, nunca se pueden escribir ni dirigir personajes complejos, pues no se les permite ser complejos. Porque son constantemente infantilizados, como la palomita blanca cuando eres una niña que juega al pilla-pilla con otras niñas entre las que hay una mucho menor que las demás y te sabe mal pillarla, porque sabes que la vas a pillar la primera, así que la dejas contar con ese comodín. Un comodín que, aunque otorgado con la mejor de las intenciones, no hace más que demostrar que la ves en desventaja respecto al resto. Este intento de ayuda puede tener sentido de manera individualizada, pero nunca generalizada, pues niega a las personas con discapacidad su independencia, sus aptitudes y, sobre todo, su identidad.

Así que, sí, tenemos que dilatar los márgenes. Que la representación social sea más que unos simples checks a marcar en un tabloide imaginario. Que el arte, el cine, sirva para dar voz a realidades silenciadas, no para repetir discursos ya aprendidos. Que nos alejemos de la tibieza, que es aburrida, repetitiva, condescendiente y demuele la creatividad. Que la diversidad se adueñe de la cámara, y del detrás de cámara también. Que se incida en el retrato de la violencia estructural, social e institucional. Que se despoje a la discapacidad del cinturón de heroísmo y pureza que la encorseta en un molde uniforme e idealizado. Que ninguna imposición social asfixie a los personajes, que puedan ser libres, únicos y completos.
Que nuestros prejuicios no empañen nuestros relatos. O mejor, que seamos capaces de cuestionar nuestros convencionalismos y aprendizajes. Que la soberbia no nos impida corregir nuestros comportamientos, nuestras ideas ni nuestra realidad. Y que todo ello sirva para crear mejores personajes, mejores historias y mejores películas. Y, por qué no, mejores personas.
Recortar la pared para que Cuadradito pueda entrar está muy bien y es un primer paso necesario, pero qué hacemos con Triangulito, con Rectangulito, con Pentagonito… Al final, lo imprescindible es poder dilatar los márgenes, dilatarlos tanto hasta que desaparezcan. Que todos quepamos dentro. Que nadie tenga que preguntar si le dejan entrar y no necesitemos estar constantemente esforzándonos en cambiar los tabiques. Porque es agotador, porque es insultante y porque es injusto. Y porque ya es hora, coño. Señores, señoras, cineastas, ya no basta con recortar las esquinas, hay que demoler la pared.