El miedo no entiende de especies
Dentro del cine de terror, el instinto perruno es un recurso habitual para hacer avanzar una trama sobrenatural. Películas tan dispares como Paranormal Activity 2 (Tod Williams, 2010) o La hija eterna (Joanna Hogg, 2022) le otorgan a los animales una lectura más profunda de su entorno. Pueden ver, o sentir, aquello que los humanos apenas perciben. Lo mismo ocurre en Good Boy (2025), pero con una particularidad: el perro es el punto de vista durante todo el metraje.
La ópera prima de Ben Leonberg, que llega a los cines españoles el 17 de octubre, prolongó su rodaje durante más de 400 días a lo largo de tres años. El cineasta eligió como protagonista a su propio perro, Indy, para el que no se utilizaron dobles: “Mi objetivo era que se comportara y actuara de manera realista, o tan realista como fuera posible, dados los eventos sobrenaturales. No está dotado de una voz ni dirigido por pensamientos abstractos, sino por instinto, sensación y razonamiento simple”, explica Leonberg. En este sentido, la curiosidad innata del animal hace que Good Boy resulte más verosímil que otras cintas de terror, donde muchas veces los personajes se ponen en peligro de forma irracional como excusa para desarrollar la historia.
Algo acecha
La película sale bien parada de su arriesgado punto de vista —a pesar de que se evidencian sus limitaciones en algunas secuencias—, pero eso no impide que caiga en subrayados y tópicos. Alucinaciones, sombras en la noche, luces intermitentes, momentos de tensión con base musical, encuadres que juegan con la profundidad de campo… Good Boy incorpora con eficacia convencionalismos del cine de suspense para crear una atmósfera de peligro constante, aunque sí rechaza la sucesión básica de sustos. La novedad del filme reside en que es el perro quien sueña con fantasmas, corre por miedo y lucha contra el ser irreal. Y todo para salvar a Todd, el humano que acaba de salir del hospital por una enfermedad y decide escaparse a la “casa encantada” de su abuelo fallecido.
Desde la primera secuencia, Indy utiliza todos los sentidos para proteger a Todd de su ignorancia ante la inevitable amenaza que les acecha: la cámara sigue la atenta mirada del perro (vista), los olores evocan paralelismos con tiempos pasados (olfato), los golpes de sonido alertan de presencias extrañas (oído), las cariñosas interacciones con el humano intentan advertir del peligro (tacto)…
La coherente inmersión del animal en lo fantástico resulta el hallazgo más estimulante de los 72 minutos del largometraje, a pesar de que el director parezca buscarle una justificación a su planteamiento en el guion. Las conversaciones telefónicas entre Todd y su hermana hacen explícita la capacidad del animal para detectar elementos sobrenaturales, mientras las imágenes que aparecen en el televisor evidencian la primitiva relación entre los seres humanos y los perros. Sin embargo, estos elementos ya se intuyen de manera orgánica gracias, precisamente, al uso del punto de vista: desde la mirada de Indy, se descubre el mundo paranormal y el emotivo vínculo con su humano. ¿Qué necesidad hay de subrayar una idea que ya se transmite formalmente?

Con una crítica de fondo al sistema sanitario estadounidense, el filme indaga en los cuidados a partir de la fidelidad del perro hacia Todd, cuyo rostro apenas aparece en pantalla para añadir misticismo y cumplir con el punto de vista. Así, Good Boy evita caer en la humanización del animal y aporta una doble perspectiva a la historia: para lo que Indy es incomprensión e instinto, para el espectador es impotencia ante lo inevitable.