Una reflexión sobre la vida de la mano de Perfect Days, de Win Wenders
Japón tiene algo, un atractivo singular, una capacidad de ser perfectamente reconocible para un occidental, pero sin perder un ápice de su encanto exótico. Padece en sí mismo un apabullante choque de culturas, pero que trabaja un mimetismo, una fusión, que le da un aspecto tan natural como si siempre hubiera estado ahí. Es un ejemplo de ese viejo mantra —que tanto aborrezco, pero que en su caso he de abrazar— de que los extremos se tocan. Conviven en un mismo ecosistema tradición y futurismo, occidente y oriente, lo nuevo y lo viejo.
A mí me encanta Japón, y siento que esa fotografía de luminosos rascacielos en película analógica la captura Win Wenders en su nueva obra, Perfect Days (2023). Dos horas de filme en las que parece que nada pasa, pero que te atrapan. Salí del cine con ganas de ver tres horas más; más días de este hombre, Hirayama (Koji Yakusho), limpiando los baños públicos de Tokio. Salí del cine queriendo ser yo quien limpia los baños públicos de Tokio.
He leído, y en parte comprendo —pero desde luego no comparto—, varias opiniones en la que se ha convertido en la aplicación de cinéfilos por excelencia, Letterboxd, que criticaban la película hablando de una “romantización de la pobreza”. Creo que esa lectura es posible, pero también errónea. Creo que es un análisis que se limita a rascar la vida de Hirayama de forma tan superficial que se queda en una simplificación rudimentaria de la película y de la vida en general. Porque Perfect Days va de eso, de las vidas, de si somos —y de cómo somos— protagonistas o no de ellas. De las nuestras y de las de los demás.
Vivir con lo necesario
Creo que cualquiera puede desear la vida de Hirayama, no porque sea una vida “humilde”, sino porque es una vida plena y suficiente, y eso es algo en lo que pienso mucho últimamente. Vivir con las condiciones materiales suficientes, ni más ni menos, con las que ser feliz y sentirme realizado. Las condiciones que me permitan vivir despreocupado una vida que no se vuelva una carrera constante por intentar sobrevivir un día más o tener más que el vecino.
Y eso no tiene que ver con la romantización de la pobreza, sino con vivir con lo necesario y no buscando tener más. Con encontrar aquellas pequeñas cosas que te hagan disfrutar. En el caso de Hirayama, es una rutina, una cámara analógica, una colección de cintas de casete, algunas plantitas y unos cuantos libros. Es un hombre solitario y callado, pero porque le gusta ser solitario y callado. Porque encuentra en la fotografía analógica o en coleccionar casetes pequeños placeres que lo llenan.
Puedo entender cómo se siente porque a mí también me gusta la fotografía, pero no quiero ganar nada con ella. Encuentro en hacer fotos o en editarlas un placer que va más allá de sacarle un rédito económico o de reconocimiento. Ni siquiera sé si soy bueno o, voy más allá, si lo que hago lo estoy haciendo bien. Ese sentimiento, que sí es algo que me persigue cuando escribo —porque busco hacer vida de ello—, no está, y en su lugar aparece un placer por caminar cámara en mano, pasar horas con el ojo pegado al visor y capturar instantes pensando en cómo quiero editarlas después. Me da igual si soy un buen fotógrafo o uno terrible: quiero poder disfrutar también de hacer cosas que no se me den bien.
Yo no veo a Hirayama vivir en la miseria, ni romantizarlo. Va al bar cada día, al restaurante los fines de semana. No se priva de comer o de gastar dinero, incluso de prestarlo. Escenas que se repiten recurrentemente porque esa es su vida, y es feliz con ella, y aun así es capaz de disfrutar cuando la rutina cambia, o de no sentir que ha perdido el tiempo con otras cosas. No tiene una mosca detrás de la oreja recordándole constantemente lo que ha dejado de hacer.
Cuando el resto de personajes aparecen, él se convierte en secundario que, claro, influye, pero nunca es protagonista. Su naturaleza callada al principio puede parecer huraña, pero pronto lo encontramos sonriendo y disfrutando del tiempo con otros. Porque en ese silencio se esconde su humanidad, su paz interior, algo que solo se alcanza cuando uno está bien consigo mismo y con el mundo —su mundo— que lo rodea.
La línea entre esto y romantizar la pobreza, de verdad lo creo, es muy fina. Es tan fina que por eso entiendo que haya quien vea eso en Perfect Days. No obstante, yo no veo en la vida humilde y tranquila de Hirayama una actitud monacal y célibe a caprichos —cualquiera que vea el precio de los carretes de fotografía analógica a día de hoy lo puede corroborar—. Lo que sí veo es a un tipo que encontró hace mucho la satisfacción en sus pequeñas cosas —esas que son propias de cada uno— y que ha construido una vida suficiente en torno a ellas. No tiene la necesidad de mejorar sus condiciones materiales, tener más dinero o más lujos. Tampoco los necesita; y eso no significa vivir en la pobreza, sino hacerlo con lo necesario para estar bien y ser feliz.
Yo no quiero ser millonario
Hirayama disfruta limpiando —a conciencia— los retretes de Tokio porque le aporta sustento y porque es la forma que ha encontrado de aportar a los demás. No quiere un trabajo “mejor” o que le dé más dinero, sino, simplemente, uno que le permita tener tiempo y recursos para hacer esas otras cosas que desea y le llenan, y limpiar el estrambótico urinario japonés de un parque en Tokio lo hace.
En un mundo como el nuestro, parece que solo somos felices si consumimos. Por eso en Madrid hay cada vez menos espacio en las aceras para pasear y más para las terrazas de los bares. Pero yo no quiero ser millonario ni pasarme el día trabajando para consumir. Quiero un trabajo que me haga feliz, con el que pueda vivir cómodo en una casa y pueda permitirme tiempo para desarrollar mis pequeñas cosas. No quiero la casa más grande, ni el coche más caro; tampoco la ropa más bonita o un móvil a la última. No soy ni un monje ni un derrochador. Quizá un idealista, no lo sé. Pero ¿qué tiene de malo el idealismo cuando uno solo busca ser feliz?