Preguntas y alguna respuesta sobre el origen de la fe
La idea de Los domingos nace de una historia que Alauda Ruiz de Azúa escuchó durante la adolescencia, la de una joven que quiere hacerse monja ante la incredulidad de su alrededor. Bajo esa misma premisa, el nuevo largometraje de la cineasta —tras Cinco lobitos (2022) o la serie Querer (2024)— lanza una mirada empática y honesta desde el ateísmo no para cuestionar el acto en sí, sino para plantear preguntas sobre su origen o sobre las implicaciones familiares, sociales y religiosas. Su resultado le ha valido el mayor premio en el Festival de San Sebastián, la Concha de Oro.
¿Dentro o fuera del convento?
La película se aleja del dualismo entre “religión sí, religión no” para transitar una visión amplia, respetuosa y llena de tonos grises —en línea con la fotografía— a través de, eso sí, dos puntos de vista: el de la joven Ainara (Blanca Soroa) y el de su tía Maite (Patricia López Arnaiz), quien reacciona atormentada ante la posible conversión de su sobrina. Esa barrera —espiritual o ideológica, según quien lo mire— se hace explícita en dos panorámicas de la cámara que dialogan entre sí en la primera y en la última parte del filme. Ainara, desde fuera de las rejas, permanece encandilada ante los cantos de las monjas, que van apareciendo a la derecha del encuadre. En la otra escena, la protagonista está dentro del convento, y en el exterior la observan su padre y su tía desde la izquierda. El paralelismo plantea todo el conflicto de Los domingos: qué separa a los que habitan uno u otro lado.
Las resonancias entre ambos mundos son constantes, empezando por el título de la película. Alauda Ruiz de Azúa construye la historia a partir de las comidas familiares de los domingos, día sagrado para el catolicismo. Las ventanas del hogar de Ainara se erigen en forma de arco, otro símbolo eminentemente religioso que también aparece en el cartel promocional. Estas similitudes entre el ámbito católico y el familiar no cesan en toda la obra, que busca consuelo con el plano final; con la mirada frontal de Maite hacia su mundo, hacia su marido y su hijo. “Tiene algo esperanzador el quedarnos con la incertidumbre, con lo terrenal”, comenta la directora, que también defiende la exclusión de cualquier “maniqueísmo” en su búsqueda por generar debate.

¿Dónde nace una idea?
Aparte de intentar ponerse en la piel de una adolescente devota, Los domingos centra su propuesta en el origen de la fe y en el drama familiar —donde también se cuelan momentos hilarantes—. Para ello, indaga en el pasado de Ainara —una chica de 17 años cuya madre creyente murió cuando ella era pequeña— y en su entorno. La protagonista acude a un instituto religioso donde emprende su discernimiento para ser monja de clausura mientras continúa con los habituales quehaceres adolescentes: vivir un desencuentro amoroso, beber a escondidas con sus amigas… Un mundo cada vez más alejado de sus deseos: en una discoteca, el rostro de Ainara es el único que aparece iluminado por una luz blanca con música sagrada de fondo. Un contraste entre lo terrenal y lo espiritual, entre la incertidumbre material y una vida de aislamiento que promete unión —“rezamos las unas por las otras”—, veneración —“pongo mi vida en tus manos”— y sanación —“no puedo más”—… ¿o autoabandono?
“Nadie se siente pleno a todas horas”, dice Maite. “Tenía sed de Jesús”, dice una joven monja. Dos perspectivas contrarias que plantean la duda sobre cómo llega “la llamada de Dios”. Si llega por un trauma familiar, por el rechazo al presente, por influencia externa… o por un sentimiento real de entrega a una divinidad intangible. La respuesta es múltiple, y así la plantea Alauda Ruiz de Azúa, que sitúa al personaje de Ainara físicamente alejada del resto a través de un largo y estrecho pasillo que culmina en la habitación de la protagonista. Bajo ese mismo techo, conviven el carácter institucional de la familia, la ausencia, la represión sexual, la falta de entendimiento y la “necesidad de afecto”, en palabras de la cineasta. Circunstancias sistemáticas para las que cada personaje —y persona— encuentra su propia salvación.