Los videojuegos como arte del entretenimiento y el Debate de la Dificultad que los rodea

El videojuego se ha consolidado como el producto de entretenimiento número uno de la sociedad del siglo XXI, como en el XX lo fuera el cine o en siglos anteriores la novela, el cantar de gesta o jugar a las canicas en el parque. Una hegemonía que se viene construyendo desde la aparición de los primeros videojuegos, como el Tennis for Two (William Higinbotham, 1958) o el mundialmente conocido Tetris (Alekséi Pázhitnov, 1984). Un producto cultural, un Arte, que ha evolucionado gracias al avance técnico hasta ser lo que es hoy. Lejos quedan ya aquellas barras que competían por marcar un tanto al contrario en Pong (Nolan Bushnell, 1972), pues ya vivimos en la época de los gráficos 4K, de los personajes complejos y de las (odiosas) pantallas de carga.

Esta imparable evolución del videojuego nos sorprende cada año con una nueva innovación que eleva el techo de lo que creíamos posible. Pero la mejora no solo aparece en el apartado visual. El videojuego se ha ido adaptando con los años, con historias más ricas y complejas, así como con nuevas mecánicas para el jugador, que hace que cada producto tenga una marca propia que lo distinga de los demás. Hemos podido ver nacer la “clasificación del videojuego”: el RPG, los juegos deportivos, de simulación, de estrategia…

Fotograma del videojuego Pong (1972).
Fotograma del videojuego Pong (1972).

Esta diversificación del videojuego ha provocado, a su vez, una diversificación del público al que va dirigido y de sus creadores. Así pues, tenemos juegos para niños y juegos para adultos; juegos de acción y juegos de creación; juegos individuales o para toda la familia… O, según algunos, “juegos fáciles” y “juegos exigentes”. “Exigente” como sinónimo de “difícil” que, sin embargo, evita ese sentido. Un eufemismo construido por los propios jugadores, que oculta un clasismo exacerbado que busca distinguir a los “buenos jugadores” de los “jugadores simples” o, en definitiva, a los “jugadores” de los “infiltrados”. Y es así como nace el Debate de la Dificultad.

La naturaleza del videojuego y el Debate de la Dificultad

El Debate de la Dificultad surge a partir de la saga de videojuegos Souls, creada por el magnífico director Hidetaka Miyazaki y la compañía japonesa FromSoftware. La saga Souls es famosa por muchas cosas, entre las que destacan su gran diseño de niveles, su historia y, especialmente, la exigencia de sus títulos. Las tres entregas de Dark Souls, así como Bloodborne o el fantástico Sekiro: Shadows Die Twice son conocidas por su capacidad de llevar al límite al jugador a través de sus mecánicas. Unas mecánicas complejas que exigen tiempo, ganas y paciencia para lograr pasarse el juego. Además, los Souls cuentan con una particularidad: no tiene modos de dificultad. Existe un único modo que ha provocado que multitud de jugadores pidan que exista un “Modo Fácil”. 

Un hueco descansando el la hoguera en un fotograma del videojuego Dark Souls (2011).
Un hueco descansando el la hoguera en un fotograma del videojuego Dark Souls (2011).

Pero primero, vayamos por partes. No hay que olvidar lo fundamental: el videojuego es un producto de entretenimiento. Y no es cualquier producto de entretenimiento; es la máxima expresión de estos: un producto cultural creado por y para ser jugado. Todas las Artes existen por sí mismas y, si bien van generalmente dirigidas a un público, una vez nacen no necesitan de una tercera persona para vivir. No obstante, la mera realidad del videojuego precisa de un jugador. Precisa de sus decisiones. Un videojuego que existe sin la necesidad de la intervención de un jugador es una de las peores cosas que le puedes hacer a este, ya que se convierte simplemente en un espectador. Porque el videojuego no es cine. Exige participación. Una comunicación bidireccional. Si yo pulso el botón de “START” en una película, esta continuará hasta los créditos finales. No obstante, si comienzo una partida en cualquier juego de Souls, condenaré a mi avatar a vivir de por vida en el mismo espacio, el mismo pixel, por toda la eternidad. Precisamente porque es MI avatar. Porque, como jugador, soy dueño de una parte del juego.

El “Modo Fácil” representa algo más que solo la dificultad en un videojuego. Un “Modo Fácil” representa la continuidad de la esencia del videojuego. Aquellos que defienden la “dificultad única” utilizan argumentos que se saltan la Primera Ley del Videojuego: el videojuego debe ser entretenido. Y si no, bien olvidan la Segunda Ley del Videojuego: el videojuego necesita un jugador.

El videojuego como reto

Los defensores de la “dificultad única” esgrimen que es el creador del videojuego el que decide la dificultad. Esta decisión es sagrada, pues nace de la decisión de convertir el videojuego en un reto. No obstante, desde la aparición de los Mods, o modificaciones creadas por los jugadores, poco importa la sagrada palabra del director. Estos Mods pueden servir para cambiar aspectos estéticos, pero también para introducir nuevas posibilidades dentro del videojuego: desde poder casarse y tener hijos en Skyrim (2011), hasta quitar los píxeles que censuran el “ñiqui ñiqui” en Los Sims. Y, por supuesto, se ha utilizado para incrementar la dificultad de numerosos jugadores, que buscaban la experiencia del “reto” en el videojuego.

El “videojuego como reto” es una filosofía extendida y viva a lo largo de la comunidad. Una filosofía lúdica que ha permitido gestas increíbles como pasarse Dark Souls con una guitarra del Guitar Hero y sin morir (un logro que muy pocos tienen). También es la filosofía que empuja a algunos jugadores a, por ejemplo, exigir un “Modo Difícil” para videojuegos como Pokémon. ¿Dónde quedó la intención del creador, entonces? Aquel que decidió mantener una dificultad asequible para llegar a una mayor cantidad de jugadores y que, sin embargo, es criticado porque su juego es demasiado fácil como para ser un reto.

La filosofía del reto es realmente apasionante y, visto lo visto, produce auténticas hazañas. No obstante, el videojuego nunca debe alejarse del entretenimiento. Pongamos un buen ejemplo: el videojuego Hades, cuenta la historia del Zagreo, hijo del dios griego del inframundo, que desea escapar del reino de su padre para encontrar a su madre. Es un juego con una dificultad muy elevada, pero que cuenta con la posibilidad de rebajarla para todo aquel que, en palabras textuales del propio título, “quiera jugar por conocer antes la historia o cualquier otro motivo”. El Modo Dios, como se conoce esta opción, rebaja el porcentaje del daño recibido cada vez que muramos. Así, el juego se balancea a sí mismo, de manera que todo el que quiera puede jugarlo y disfrutarlo como un reto ajustado a sus capacidades

Zagreo a las puertas del Inframundo en un fotograma del videojuego Hades (2020).
Zagreo a las puertas del Inframundo en un fotograma del videojuego Hades (2020).

El juego puede ser un reto, e incluso es sano que exista una filosofía del reto que te motive para alcanzar nuevos logros. No obstante, no hay que confundir “poder ser” con el hecho de “ser” en sí mismo. El videojuego no es un reto. O no tiene por qué serlo. El videojuego debe ser entretenimiento y, una vez en las manos del jugador, puede convertirse en algo más. Pero hay jugadores que no quieren que su experiencia les lleve al límite, sino que simplemente les divierta. Es más, un “Modo Fácil” puede no tener nada que ver con la dificultad. Un “Modo Fácil” permite que un apasionado de los videojuegos sin tiempo pueda jugar a un título como Sekiro sin necesidad de estar 40 horas pegado al mando aprendiendo sus mecánicas. Puede pasarse el juego en 10 horas. Puede hacer asequible un videojuego al tiempo del que dispone para jugarlo. Y esto no cambia en nada la experiencia del juego en otro jugador que opte por no cambiar la dificultad.

La figura del Gatekeeper o el cáncer del videojuego

La figura del Gatekeeper es, como en tantísimos otros ámbitos, el autoproclamado “portero de discoteca”. Es el que decide quién entra al mundo que guarda a su espalda. En el mundo del videojuego es el que decide quién es un “jugador” y quién un “infiltrado”. Para entrar debes haberte pasado determinados videojuegos y, sobre todo, nunca quejarte de su dificultad. Es fácil reconocer este gatekeeping, ya que suele venir acompañado de la frase:

Si no puedes pasarte el Sekiro, juega a los Los Sims o al FIFA.

Que, básicamente, se traduce en: 

No vengas a mi juego a molestar.

Es una forma de crear un sesgo entre los que juegan a “juegos de verdad” y los que no. Pero también es una forma de evitar que alguien que no conozca el medio entre en él. Es una forma de mantener un espacio “sagrado” que no existe en realidad. Muchos jugadores y, sobre todo, jugadoras, no pueden acceder a los videojuegos porque existe una tradición que las empuja fuera de estos mundos. Les hace sentir extrañas en un medio que no debería tener barreras, porque no es más que ocio. Y el ocio debería ser universal.

Este comportamiento surge en aquellos que ven en el videojuego un territorio que se ve corrompido por la globalización y la entrada de públicos no experimentados en el medio. Un mecanismo de defensa del que ve sus privilegios como jugador menguados por la rápida popularización del medio, que ahora lo juega todo el mundo, mientras que antes era “cosa de frikis”. Es una venganza vacía de sentido. Es quejarse de que Abby, de The Last of us II, sea una mujer musculosa. Básicamente, es el hombre blanco, hetero y cisnormativo rompiéndose en pedazos. Porque la masculinidad frágil y patriarcal del mundo del videojuego es eso: que solo exista un modo de dificultad que los haga sentirse mejores que el resto.

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