La diversidad se ha expandido por el mundo del audiovisual como una consecuencia natural de una toma de conciencia cultural
Los movimientos sociales como el 8M, el Orgullo o el Black Lives Matter, entre otros, se han apoderado de espacios históricamente dominados por el hombre blanco cis y heterosexual. Unos movimientos que han señalado, con acierto, cómo de absurdo es continuar manteniendo fuera de relatos aparentemente universales al 90% de la población global. No todas las historias son de hombres blancos cis y heterosexuales y mantener fuera de esos mundos a mujeres, personas racializadas o del colectivo LGTB tan solo sirve para hacer perdurar una cultura que no es de todos. Sin embargo, cuando Prime Video presenta su primer adelanto de El Señor de los Anillos: Los Anillos de Poder y aparecen elfos racializados, los hombres blancos cis y heterosexuales se escandalizan. Cuando la nueva trilogía de Star Wars aparece protagonizada por una mujer y un hombre negro, los hombres blancos cis y heterosexuales gritan. Cuando Superman se vuelve bisexual en una nueva historia de los cómics de DC, el hombre blanco cis y heterosexual explota.
Es un reaccionarismo tan integrado que demuestra no solo una falta de empatía absoluta, sino un egocentrismo tal que ni esconde su machismo, racismo y LGTBfobia. Es similar a la del niño de 13 años que defiende al youtuber que se va a Andorra para no pagar impuestos porque cree que un día podría ser él. Spoiler: nunca vas a llegar a ser Superman, ni un jedi. A nadie le importa lo que dijera o escribiera J. R. R. Tolkien sobre los elfos, porque está muerto. Y va a seguir muerto. Da igual si todos los elfos, cuando escribió en 1954, durante uno de los periodos más reaccionarios de la historia de la humanidad, fueran blancos. Porque lo único que interesa es la trama. La trama de El Señor de los Anillos es orgánica por sí sola, y añadir diversidad solo va a hacerle bien: porque el mundo no es solo blanco. Ni hetero, ni de hombres. Los universos son diversos, y la diversidad es básicamente verosímil por naturaleza. Es realista.
Un mero ejercicio de lógica
Pasemos a un ejemplo: si lo que distingue a Superman del resto de los mortales es que es un kryptoniano, un alienígena que, por su condición, tiene poderes, ¿acaso cambiaría en algo si fuese bisexual o negro? Que Superman sea blanco es solo una convención que hemos aceptado. Ante esto, siempre se dice: “¡Pero ya existen superhéroes negros! ¡Que hagan películas sobre ellos! Seguro que si ahora Pantera Negra fuera blanco, la gente se molestaría”. Pues sí, claramente. Porque Pantera Negra es un símbolo contra el racismo, contra el occidentalismo y el blancocentrismo. Pantera Negra no puede ser blanco porque precisamente lo que representa es la resistencia antirracista contra una opresión histórica que ha esclavizado a parte de la población mundial solo por su color de piel. Solo hay que ver la película marvelita a la que da nombre. Solo hay que ver a su némesis, Killmonger (Michael B. Jordan), un vengativo antiesclavista con un fortísimo sentimiento revolucionario.
Our #Superman comes out.
Happy #ComingOutDay🏳️🌈.@DCComics @thedcnation @johntimmsart https://t.co/sXD9wBW4A5 pic.twitter.com/vWkiQiuAGs— Tom Taylor (@TomTaylorMade) October 11, 2021
¿Y Superman? Ser blanco no es parte del personaje. Igual que, por ejemplo, ser heterosexual. Si en vez de Lois Lane fuera Lewis Lane, la trama no cambiaría en absoluto. Porque lo único que importa es que Superman solo es un alienígena con superpoderes y calzoncillos ajustados. Sigue siendo de Krypton, volando y reventando edificios con su superfuerza mientras su capa ondea al viento en Metrópolis. Podría ser bisexual, o afroamericano, o incluso ambas, y puede que el trasfondo del personaje mejorase. Precisamente porque pasaría a convertirse en un símbolo de algo más. Un referente. Al menos para una parte de la sociedad cuyos símbolos han sido arrebatados sistemáticamente. Una noche en Miami (Regina King, 2020) y Malcolm X. Judas y el Mesías Negro (Shaka King, 2021) y Fred Hampton. O Martin Luther King. O George Floyd. Todos símbolos asesinados.
Hamilton: una exquisita excepción
Uno de los contrargumentos a la diversidad en el mundo del arte es el rigor histórico. Lo hemos visto cuando las plataformas de Netflix o HBO han decidido que actores y actrices racializados interpretasen a personajes de la alta nobleza británica que, en la historia, fueron blancos. Bridgerton (Chris Van Dusen, 2020-) o, especialmente, la serie de Ana Bolena (2021), donde la actriz británica Jodie Turner-Smith daba vida a la reina Ana Bolena, levantaron ampollas y provocaron un debate en Twitter: ¿Hasta qué punto era una incorrección?
Lin-Manuel Miranda es, seguramente, el Víctor Hugo del siglo XXI y de forma impepinable será recordado por las generaciones venideras como uno de los mejores dramaturgos de la Historia de la humanidad. Y Hamilton: An American Musical (2015) es su Les Miserables. El musical de Hamilton ignora deliberadamente y de una forma fascinante el rigor histórico. El hip-hop se mezcla con códigos narrativos de los musicales y las obras orquestales (como los leitmotiv) para contar la historia de Alexander Hamilton, un revolucionario y Padre de los EE. UU. Lo que a priori podría volverse otro relato-tipo de patriotismo americano exacerbado, se convierte en una obra transcendental, no solo para la historia de los musicales, sino para la lucha antirracista en uno de los países con más crímenes racistas del mundo. Un símbolo en el que todos y cada uno de los actores son personas racializadas (afroamericanos, hispanos, asiáticos…) que interpretan a personajes históricos, hombres y mujeres blancos. El único actor blanco que aparece, precisamente, es el que refleja la opresión: el rey inglés que subyuga al pueblo estadounidense.
Es una apropiación del relato fundacional de los Estados Unidos; de su historia más importante, de su razón de ser. Una apropiación que, además, se vuelve en una herramienta que reivindica la inmigración (EE. UU. es, de facto, un país de inmigrantes desde su origen, pese a su actual rechazo y criminalización sistemática de la misma); y también a más de la mitad de la sociedad americana, entre los que se encuentra no solo personas racializadas, sino también las mujeres, por ejemplo. Cuando el día de mañana los niños estadounidenses no blancos vayan al colegio, tendrán su referente. Podrán sentir como suyo a uno (sino a varios) de los Padres de la Nación americana. Ya no serán huérfanos de patria, sino que, aunque sea mínimamente y por un musical, se sentirán parte del país en el que viven. De su cultura y de su historia. Porque lo son, tanto como cualquier niño blanco que se siente a su alrededor. Y es que en Hamilton, el rigor histórico es irrelevante. Precisamente porque es ficción. Un relato cuenta lo que ocurrió, pero a nadie le importa cómo, porque existen mil formas de hacerlo. Porque no ocurrió como un musical, ni tampoco Thomas Jefferson rapeó la Declaración de Independencia. La historia (y la Historia) es solo la raíz del relato, pero no es el relato. Son cosas separadas.
Por eso no hay debate en si Ana Bolena es negra. Es ficción. Claramente puede serlo, porque a los 20 minutos, como espectador, te vas a olvidar de eso y vas a estar pensando en el relato. Porque el color de piel no va a influenciarte de manera alguna. Te va a sorprender, pero no va a influir en qué te está contando la serie. Porque, si hubiera rigor histórico, no hablarían de la forma en la que hablan. Sus castillos, salones, sus acciones no serían las que son. El rigor histórico es un modelo, no una jaula. Puedes seguir puntos de su fórmula, pero no es necesario plegarte a ella. Si la historia habla de la esclavitud, entiendo que no tendría sentido, porque sería manipular las relaciones de poder reales y daría una idea equivocada. Pero si cuenta una historia sobre el machismo, la manipulación y la conspiración dentro de la corte inglesa, no influye en la idea que transmite la trama.
Un pensamiento en “Elfos negros, mujeres Jedi y un Superman LGTB: la discordia del hombre blanco cis y hetero”