Muchas veces, el mejor modo de crecer implica tomar decisiones, aceptar los cambios y (con)vivir con ellos

En septiembre de 2021, admitía por medio de dibujos en mi cuenta artística de Instagram mi pavor a los cambios. En aquel tiempo, estaba deshaciendo maletas en un nuevo hogar situado en la ciudad universitaria de Heidelberg, Alemania. Era un cambio grande, un sueño que quería realizar, una meta. Buscaba cambiar de aires y probar algo nuevo, además de sumergirme lingüística y culturalmente en aquel país con letras mayúsculas. Los cambios, como dibujaba y escribía, me dan miedo. Y esto es una cosa absolutamente normal y muy humana.

Dibujo de Mónica Miranda de Instagram. (@polvo_enamorado)

La vida, por mucho que queramos enfocarla hacia una estabilidad, es cambiante. Es, como la propia naturaleza, evolutiva. Algunos cambios no podemos evitarlos: una pérdida, una enfermedad, situaciones sociopolíticas que se escapan de nuestras manos e, incluso, el propio paso del tiempo. Otros, sin embargo, los escogemos para crecer, como es mi caso. Todo el mundo llega a un punto en su vida en el que quiere avanzar, abandonar el nido o, simplemente, darse un tiempo para recolocarse.

Considero que, además, las generaciones jóvenes nos estamos enfrentando a un futuro lleno de enormes cambios donde se espera de nosotros que tomemos decisiones e intentemos frenar los desastres irremediables que se avecinan. Los grandes monstruos que ocupan muchas veces las mentes del hoy tienen nombres como calentamiento global, crisis energética, paro juvenil y tasa de suicidios elevada. Estos hechos no se pueden desligar fácilmente de nuestras cabezas. Los psicólogos los sitúan como consciente colectivo. Y sí, también modifican nuestra forma de ver la vida y nuestras decisiones: ¿estudio lo que me gusta, aunque no tenga futuro? ¿Tendré que emigrar para poder subsistir? ¿A quién voy a votar si nadie me garantiza una mejora? ¿Merece la pena seguir viviendo?

Comprenda el lector que no exagero ni pretendo ser pesimista. Solo trato de trazar una realidad que nos influye queramos o no y que nos cambia por completo. Ante estas situaciones, yo animo siempre a la valentía y a la esperanza. Trato de crecer pese a los chaparrones y las malas hiervas que crecen con más rapidez y tapan nuestra esperanza, nuestra luz del sol. Por ello, quiero invitar al lector a que se adentre conmigo a los cambios y que, pese al terror que puedan provocarnos, nos dejemos tocar de lleno.

Hay un podcast que recomiendo enormemente para ilustrar nuestra mente y comprenderla. Quizá muchos sepan ya de la existencia de Entiende tu mente, pero yo me repito siempre para extender la ayuda a cuantos más mejor. Este podcast está dirigido por tres psicólogos con una calidad humana impecable y una profesionalidad indudable. De Molo Cebrián, Luis Muiño y Mónica González he aprendido a mirarme más adentro desde la compasión y el cariño y, sobre todo, he aprendido a entenderme. Ellos aseguran en uno de sus episodios, Cambios radicales de arquitectura vital, que los cambios siempre nos cuestan, aunque sean soberanas tonterías. De hecho, la mayoría de los cambios vienen de la cotidianidad y se nos presentan cada día en diferentes formas que nos hacen tener que continuar, queramos o no.

Siempre me gusta explicar los cambios como si se tratasen de un cuidado mayor. Pongo el siguiente ejemplo: una planta. Nosotros somos plantas muy lindas, independientemente de nuestro tamaño. La planta necesita cosas en principio básicas y obvias como son la luz del sol, la tierra y el agua. Ahora bien, una de las cosas que más necesita una planta y que no siempre llegamos a comprender es el simplón cambio de tiesto. Para que una planta pueda crecer necesita ser cambiada cada cierto tiempo de tiesto, recipiente o espacio.

Esta maceta es un claro reflejo de nuestra zona de confort. Existen tiestos pequeños y grandes, pero, conforme nuestras raíces crecen ―nuestras ambiciones, nuestros círculos, nuestros proyectos―, necesitamos aumentar o salir de esa zona de confort para concedernos aquello que necesitamos. Si no lo hacemos, es más que probable que nos sucedan dos cosas: o que nos quedemos pequeños o que nos consumamos. Con este ejemplo podemos ver de forma muy ilustrada la necesidad del cambio.

A veces los cambios también pueden ser dolorosos. En este caso, se me ocurre dibujarlo como una poda a un árbol. El árbol necesita ser podado de vez en cuando. Así como los campos y los bosques necesitan ser limpiados en profundidad. En el primer caso, para crecer y estar sano; en el segundo, para evitar que se produzca un gran incendio. Por ello, aunque a veces tenemos que optar por despojarnos de ramas que no dejan de ser una extensión nuestra, merece la pena hacerlo para no dañarnos.

Esta imagen se puede trasladar a cualquier tipo de cambio que el lector quiera pensar. Dejar ir amistades que ya no nos hacen bien, aceptar la muerte, cambiar de carrera, buscar otro trabajo, mudarse a otra ciudad, etc. Todos estos cambios ―como señalábamos al principio, escogidos o no― son, a la larga, necesarios y forman parte de nuestra vida.

Querer ser un ser completamente estable toda la vida solo nos convertiría en un ser no animado. Y, además, nos haría mucho más daño. Por eso, la sociedad de hoy en día se compone de muchas personas ancladas en un pasado perpetuo. No aceptan los cambios ni en ellos ni en los demás. Estas personas “ancla” muchas veces se aferran a una zona de confort que, en el fondo, les hace sentir completamente enfrascados ―como si se encerrasen en sus propios cestos personales― y que les hace no comprender el cambio de los demás.

Tranquilizo al lector diciéndole que no todo en la vida es cambio. A veces más de una persona es demasiado escapista para enfrentarse a su presente. Y eso solo consigue reflejar mucha cobardía e inmadurez. Los cambios deben de ser naturales, pensados según nuestras propias capacidades y, por ende, realistas. Proponerse logros idílicos en fin de año no suele ser lo que conforma el verdadero cambio.

Fachada de la universidad de Salamanca. Mónica Miranda

Actualmente, escribo desde mi último cambio. Me encuentro en la ciudad de Salamanca estudiando un máster de literatura española e hispanoamericana. Para llegar hasta aquí, he tenido que salir con cuidado del cesto, he extendido un poco más mis raíces y he tratado de conservar mi tronco central ―la gente y cosas que siempre importan― para absorber también nuevos hallazgos.

Desde aquí, ya aviso que el pánico es también natural. Las recaídas, los tropiezos y las dudas son eternas guías en este proceso. Sin embargo, debo insistirle al lector que, sin probar a cambiar y buscar aquello que va a nutrirme en muchos niveles, quizá esta plantita llamada Mónica no podría seguir, pese al miedo, creciendo.

Un pensamiento en “El terror innato a los cambios

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