Distinguir entre un sabio y un pedante es más fácil de lo que pensamos 

Parece que en esta sociedad es prestigioso saber de todo. Quizá lo sería si eso fuese posible, pero esta habilidad, por más que nos empeñemos, es imposible. Siempre pretendemos tener una opinión fundamentada de todo. Por eso, aparecen en conversaciones constantemente sujetos que se autodenominan predilectos en el habla. A mí me gusta tildarles de eruditos a la violeta. Este término no es mío, sino que se lo copio a Cadalso, autor que dedicó una obra entera con este nombre en 1772 a hablar acerca de estos seres sabelotodistas que poco saben en realidad.

Su sátira enfrenta un tipo de educación de la época basada en fingir ser sabio desde la superficialidad y la pedantería ―qué familiar se nos debe hacer esto―, retractando así a este arquetipo que señaló como individuos ignorantes en múltiples áreas, pero que quieren abarcarlas todas. Y no solo eso, sino que lo hacen con pretensiones. En esta breve sátira, encontramos siete lecciones para cada día con el mismo objetivo señalado: saber mucho sin haber estudiado apenas.

Breve sátira de José de Cadalso.

El problema de este género es su larga lengua. Y es que da igual el tema que se ponga sobre la mesa, ellos siempre tienen que opinar. Por supuesto, este arte descubre su verdadera ignorancia. Pues quien mucho habla y poco escucha se retracta a sí mismo como ignorante. La virtud verdadera que confecciona a un sabio es el silencio. Estoy muy convencida de ello. Me gusta la gente que respeta el turno de palabra para aprender. Porque realmente está escuchando. Es verdad que a veces podemos tener prisa por expresarnos y todos podemos pecar de turra lingüística. Pero mis queridos eruditos a la violeta son personajes distintos donde el yo, ese monstruo inamovible, es insuperable.

El silencio, la escucha y la contemplación forman a un sabio. Le permiten conocer a fondo las preguntas y siempre agachará la cabeza al ser consciente de su propia limitación. Pues, incluso los expertos, dudan de su propia sabiduría. Y eso, a fin de cuentas, refleja el don de la humildad.

Estas reflexiones que traigo al lector se me han consolidado definitivamente al toparme con el efecto Dunning-Kruger. Este experimento llevado a cabo por los dos investigadores que le dan nombre respalda la teoría de nuestros eruditos a la violeta. Demuestra que las personas con “más confianza” para hablar de un tema se encuentran en el monte de la ignorancia. Mientras, los sabios realizan un camino que desciende y sube muy levemente en conocimiento y seguridad. Aquel que sabe más es consciente de lo inabarcable del paradigma en cuestión, pero el estúpido habla desde su torpeza cognitiva y, para lamento de todos, demasiado.

Efecto Dunning-Kruger.

Es bien sabido que hay algo mucho peor que la maldad ―que no nos falta en el mundo―, y esa es la estupidez. Aquí vuelvo a refugiarme en los libros y recomiendo encarecidamente la lectura de Breve tratado sobre la estupidez humana de Ricardo Moreno Castillo. Pese a ciertos temas que pueden resultarnos delicados, su autor da claves sustanciales para reconocer la estupidez humana que, como señala él, no conoce límites. Es esta quizá la enfermedad más extendida en el mundo y, para nuestra desgracia, la más peligrosa. Mayor daño hace un idiota que un malvado, puesto que el malo al menos es consciente de lo que hace, pero el tonto no. En este sentido, podemos comprender por fin la frase de Scar, el villano de El Rey León, cuando dice: “Vivo rodeado de idiotas”, refiriéndose a las hienas.

Breve tratado sobre la estupidez humana de Ricardo Moreno Castillo.

Ahora bien, ¿de qué nos sirve esto? ¿Significa que todos los que no piensen como nosotros son idiotas? ¿Soy yo ahora el juez perfecto para descubrirlo? Como con todo, siempre debemos poner mucha autocrítica en nuestra vida ―la suficiente, lector, no nos excedamos―. Observarnos a nosotros mismos y reconocer nuestras lagunas de soberbia que acarrean mucha ignorancia es una labor de enorme humildad. A nadie le gusta reconocerse idiota. O, al menos, eso espero. Por eso, yo siempre recomiendo escuchar. Tanto a los demás como a nosotros mismos.

A veces esta actitud erudita es un reflejo de nuestras inseguridades. Para demostrar que somos alguien, queremos acaparar la conversación y reconstruirla a nuestro gusto. Sin embargo, se debe recordar siempre que una conversación fructuosa no es un monólogo. Y no admitir este primer punto nos lleva de nuevo a la casilla de los ignorantes. Para opinar tampoco hay que saberlo absolutamente todo, y tampoco por ser especialista o tener cierta experiencia se es inapelable. El sabio se interesa por lo que otros ―incluso desde su pequeñez― pueden ofrecer. Esto lo vemos en los profesores. Triunfan en sabiduría los democráticos y dinámicos antes que los lectores cuadriculados de diapositivas de PowerPoint.

Tú que no puedes, grabado de Goya.

Vamos, como segundo paso, a preguntar. Cuando se pregunta a una persona se puede abrir todo un abanico de conocimiento. Lo sé por experiencia propia. Disfruto escuchando a la gente mayor. Nos quejamos de que se repiten mucho, pero qué lecciones más valiosas pueden dar. Nadie va a conocer mejor el paso del tiempo, las recetas o a tener mayor experiencia que nuestros mayores, quienes desde su sencillez esbozan conceptos ricos y sabios. Ser un poco socráticos y hacer preguntas es de los mejores modos de aprender. De las veces que más me he nutrido culturalmente ha sido en el Monasterio del Escorial preguntando a los guardias de seguridad que, por fortuna, son expertos en la materia, cálidos y divertidos. Tampoco vayamos a ser unos cansinos; hay que saber qué preguntar y cuándo callar.

Esa es la clave, pienso. Un sabio sabe cuándo sí y cuándo no. Es decir, reconoce su sitio y sabe retirarse a tiempo. No abarca espacios ajenos ni los trata de arrebatar. Por tanto, una persona inteligente observa y analiza sin juzgar, trata de preguntar sin excederse y se deja aconsejar. Cuando puede aportar lo hace con gusto, pero no acapara más allá de lo sustancial. Contemple el lector que todo esto rima y me ha quedado bonito; quizá es bueno escribírnoslo a lo frase hecha para recordarlo cada día. Concluyo entonces resumiendo que el sabio es el que escucha, pregunta y contempla. Lo otro solo es una facha que invito a los lectores a dejar de soportar. Pues quizá, en este mundo de apariencias y soberbias, el acto más revolucionario sea retirar micros a los idiotas y escuchar a los dotados de enorme humildad.

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