¿Se ha anclado el videojuego a la violencia? ¿Hay alguna alternativa que nos enseñe que podemos encontrar vida sin tener que ligarla a la muerte?
Nunca me he considerado un gran videojugador, si bien sí creo ser un buen amante del videojuego como medio. Como con todo arte, es difícil compaginar lo nuevo y lo viejo. Uno puede ver mucho cine clásico, pero siempre habrá alguna película que se le escapará, de la misma forma que ahora es complicado mantenerse al día con el extensísimo Universo Cinematográfico de Marvel con tanto contenido; y lo mismo puede decirse sobre el mundo del videojuego. Puedes haber jugado al último juego de moda, pero no al Final Fantasy VII (SquareEnix, 1997), y de hecho posiblemente sea lo más común.
Así mismo, existe una frontera natural del propio medio, y es que la evolución del mismo puede echarte para atrás. Hay gente que es incapaz de ver películas mudas o en blanco y negro. Después de ver el desborde cromático de las películas actuales o de sentir retumbar sus oídos con explosiones y rock and roll a todo trapo, cómo deleitarse con unos gráficos superrealistas o disfrutar de lo último en mecánicas jugables. Después de eso, volver atrás se hace cuesta arriba. Al final, nuestro tiempo es efímero y debemos escoger con sumo cuidado a qué queremos dedicarlo.
Un tiempo que es cada vez más frenético y que crea espectadores y jugadores yonkis de ese mismo frenesí. El contenido fast food está a la orden del día y todos nos alimentamos de ello. Necesitamos productos culturales que sean capaces de satisfacer una cantidad inusitada de estímulos en un tiempo récord, que nos mantenga pegados al televisor, al libro o al mando de la consola. Por ello, muchas de ellas se ajustan a moldes que suelen funcionar siempre, sean los superhéroes o la violencia. Son moldes útiles porque son divertidos. Eso para mí siempre ha sido importante, pues entiendo la cultura como un vehículo que, entre otras cosas, es imprescindible para el entretenimiento. Por ello, suelo torcer el gesto cuando se critica que películas como Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski, 2022) o Avatar: El sentido del agua (James Cameron, 2022) estén en los Óscar solo porque son un producto de masas. Precisamente, porque creo que en esos productos de masas hay algo que muchas veces se diluye en otras producciones mucho más sesudas: buscar que la gente también se divierta.
No obstante, creo que los moldes pueden transformarse en vicios. De la misma forma que la industria del cine de masas es cada vez más homogénea en sus producciones superheróicas, la violencia se ha convertido en un imprescindible en muchos de los videojuegos que salen al mercado; algo que también ocurre con la sensación de competición en los juegos deportivos (FIFA, NBA 2K…) u online (Elden Ring, Pokémon…) en el llamado “Debate de la Dificultad”.
Outer Wilds, La llegada: dejar la ciencia en un segundo plano
No solo los formatos (cine, literatura, videojuego…) tienen vicios: los géneros también, y precisamente sobre esos vicios es donde, creo yo, radica la genialidad. En saber cómo esquivarlos cuando todo parece ya hecho, y Outer Wilds (Mobius Digital, 2019), para mí, es un videojuego espectacular precisamente porque es capaz de hacer justo eso. La ciencia ficción, y en concreto la espacial, tiene sus propios vicios, que además suma a los de sus formatos. En ese cóctel de posibilidades, un creador puede elegir entre hacer algo divertido a partir del molde (que suele ser lo común) o fuera de él.
Como su propio nombre indica, la ciencia ficción tiende a resumir a sus personajes como científicos o ingenieros de algún tipo, pero además, al ser un lugar profundo y desconocido, el espacio siempre se nos presenta como lleno de peligros y, en general, violento. Es algo que, tanto en el cine como el videojuego, Star Wars ha mostrado año tras año, pero también otros nombres desde Chicken Little (Mark Dindal, 2005) o Independence Day (Ronald Emmerich, 1996). Estamos acostumbrados a ver cómo aparecen con regularidad juegos de tiros en el espacio, ya sean los Mass Effect o los Battlefront, Destiny y compañía. Son películas y juegos que nos divierten, sí, pero que no se salen del molde. Solo lo replican, de una forma u otra.
No obstante, tanto Outer Wilds como La Llegada (Denis Villeneuve, 2016) son capaces no solo de normalizar una historia espacial sin la necesaria aniquilación de todo bicho viviente diferente, sino que además plantea un relato en que la ciencia queda relegada a un segundo plano. La protagonista de La llegada no es militar ni científica, sino una lingüista que quiere comprender y entablar una conversación con una raza visitante. Mientras, en Outer Wilds eres un arqueólogo espacial atrapado en un bucle temporal, un Indiana Jones alienígena con escafandra que quiere tejer la historia de una especie ancestral a través de la exploración y la traducción de textos antiguos desperdigados por todo el cosmos. Todo eso sin la necesidad de un solo tiro. La violencia relegada a su mínima expresión, o mostrándola ya no solo como la peor alternativa, sino como un error humano fruto de miedo autogenerado a lo diferente por miles de años de cultura mal enfocada.
Cada uno de ellos profundiza en elementos que son lo que los diferencia, sin perder un ápice de interés del usuario. Además, al hacerlo, son capaces de contar mucho más. En Outer Wilds, las conversaciones que lees en las paredes no te cuentan solo la Historia, sino también las historias de los personajes que estuvieron ahí antes que tú y escribieron esas palabras. Una civilización entera en la que verte reflejado solo porque están ahí, porque se abren ante ti: te hablan de sus sentimientos, de sus temores y de sus amores. Hablan contigo a través del tiempo y el espacio.
Son historias que atraen toda tu atención porque no tienes la sensación constante de tener que ir a un sitio en concreto o de estar en peligro. No hay nadie al girar la esquina que vaya a dispararte y matarte; y siempre puedes volver cuando se reinicie el bucle temporal y volver a sentir cómo te hablan. La muerte no es importante, porque no hay nada que perder. Tan solo tienes que volver al sitio en el que estabas y seguir explorando, porque siempre habrá algo nuevo por explorar. En ambos casos, es una exploración de la ciencia ficción a partir de las letras, de la historia y de una comprensión que va más allá de los fríos números, precisamente porque radica en algo mucho más humano: la capacidad de ser social y relacionarse, a través de la lengua como instrumento.
La fórmula de la vida, sin violencia
Nunca me he considerado un gran videojugador, ni tampoco he sido uno que buscaba ser el mejor o conseguir todos los logros. No disfruto especialmente de las altas dificultades para demostrarme algo, sino que, al igual que en el cine o la literatura, me gusta disfrutar el relato. Las historias que contamos, independientemente del medio, son lo que nos hace humanos. Precisamente porque nuestra humanidad se filtra en la cultura, y eso se palpa en el mensaje, la ideología y el amor de cada obra. No desprestigio la violencia como entretenimiento, pero sí es cierto que siento que existe una tendencia en el mundo del videojuego en el que todo tiene que ser un objetivo. Debe ser algo que se pueda matar. Es una razón de peso para mí por la que consideraré Elden Ring (From Software, 2022) un juego imperfecto lo que me queda de vida, pese a que sea un gran juego que disfruté. Porque se rige por esa filosofía de la violencia gratuita en la que todo debe morir.
Por supuesto que no todos los juegos hay que meterlos en un mismo saco. No es lo mismo un juego deportivo, que no tiene los mismos tiempos ni objetivos que, por ejemplo, uno de rol o aventuras, que obliga a construir su mundo e historia. La cuestión es que estos últimos están empezando a desarrollar sus propios vicios, y ejemplos como el de Elden Ring lo explicitan con mucho acierto: no digo que no tenga una historia increíble, pero sí que le falta humanidad. En las Tierras Intermedias (el mundo creado por George R. R. Martin para este videojuego) todo es un objetivo. No hay vida más allá de la que tu puedas matar. Los pocos personajes que hay en el mundo terminan siendo eso mismo: objetivos. No hay ciudades vivas donde puedas simplemente pasar el rato en un mercado o gente que esté por sí misma en el mundo, sin necesitarte a ti. Por el contrario, en Zelda: Breath of the Wild (Nintendo, 2017) caminas por un Hyrule tan apocalíptico como las Tierras Intermedias, pero donde sí hay personas, criaturas y animales que hacen su vida sin ti, como ya hacían antes de ti. Les da igual tu aventura personal, y eso es lo que les da vida y humanidad.
Un juego como Outer Wilds es tan interesante porque crea vida sin que haya muerte, violencia o una sensación de que todo depende de ti. Hay personajes que viven sin ti, con sus propias historias, gustos y problemas. Personajes que disfrutan de otros o que disfrutan de su soledad en un planeta alejado tan solo acompañados de la música de sus instrumentos. Están atrapados también en un bucle temporal y, aunque lo ignoran, siempre tienen algo nuevo que contarte. Claro que el espacio no deja de ser peligroso y esos peligros existen, pero puedes explorarlo sin que sea violento; sin que quieran matarte o tengas que matar a otro.
Porque el punto está en la exploración, en el descubrimiento de algo que antes no sabías; no en llevar un conteo de bajas o de saltar de una cobertura a otra sin prestar atención al mundo que te rodea. El punto está en encontrar vida a través de tiempo y espacio, no de generar más muerte. Nunca he sido un gran videojugador, pero sí un amante del videojuego como medio. Como medio de contar historias más allá de la violencia y la muerte, intentando, por otro lado, generar vida en otros mundos y relatos. Creo que eso es importante. Es lo que nos hace vivir a través de la cultura. Es parte de lo que fuimos, somos y seremos. Son las historias que nos contaron, las que contaremos. Las que nos hace seguir vivos. Las que nos dan esperanza.
El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave estelar Enterprise, que continúa su misión de exploración de mundos desconocidos, descubrimiento de nuevas vidas y de nuevas civilizaciones; hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar.
Capitán James T. Kirk, Star Trek.