Tilda Swinton protagoniza una doble interpretación en La hija eterna: actúa como dolor escondido y como ilusión del pasado
Plano detalle. Una mano joven, madura y con las uñas pintadas de negro agarra otra mano con arrugas, débil y apoyada en el extremo de una cama. Esta imagen impregna el sentido de La hija eterna (Reino Unido, 2022), el sexto largometraje de la directora Joanna Hogg que confecciona una atmósfera tenebrosa protagonizada por el fantasma de esas dos manos que persigue a Julie, una directora de cine que llega con su madre a un hotel apartado de la civilización que, antes, había sido el hogar de su progenitora durante la Segunda Guerra Mundial. De esta forma, la memoria vaga por los pasillos mientras atormenta a Julie y al espectador por un edificio ajeno a las reglas del espacio-tiempo, donde el pasado de la madre desplaza al presente de la hija y donde las camas parecen intercambiar su ubicación a través del corte de planos. Así, la cineasta va construyendo un ambiente de terror que nunca culmina bajo la fría mirada de las gárgolas, la soledad de una puerta cerrándose sin presencia humana, la invasión de la niebla o el ruido constante de murmullos sin voz propia que privan de sueño a la protagonista.
“Tuve todo tipo de recuerdos aquí y todos siguen vivos”
La repetición de estos recursos propios del cine gótico encierra a Julie en un laberinto al que nadie más tiene acceso; nadie más aparte de ella y su mente. Del mismo modo, la repetición permite situar psicológica y emocionalmente al personaje de Julie, quien, a lo largo del metraje, observa tres veces cómo la recepcionista del hotel se aleja del recinto, siempre desde la frontera creada por la ventana de su habitación. La protagonista testifica cómo la joven crea nuevos recuerdos mientras se aleja en coche de su lugar de trabajo: está viviendo el presente. Ella, sin embargo, permanece atrapada en un plano detalle que también aparece en pantalla en tres ocasiones: la de su mano entrelazada a la de su madre. La hija lucha contra su memoria para olvidar esta escena, mientras proyecta en su realidad el recuerdo vivo de su madre e intenta escribir el guion de una película sobre la historia de su relación, sin éxito. Julie se aferra a esa evocación y se obsesiona con hacerla feliz, haciendo explícita su dependencia con la figura materna: “No tengo hambre si tú no tienes hambre. […] Llevo toda la vida intentando saber cómo hacerte feliz”, le dice Julie. A esta proyección responde que ambos personajes, hija y madre, estén interpretados por la misma actriz: la británica Tilda Swinton, quien actúa como dolor escondido y como ilusión del pasado.
“Tuve todo tipo de recuerdos aquí y todos siguen vivos”, le confiesa la madre a una Julie incapaz de aceptar el sufrimiento de su progenitora; incapaz de aceptar el destino de la mano que sujeta. Ese plano, presentado en sus dos primeras apariciones como un recuerdo rechazado debido a su crudeza, al final cobra un nuevo significado y se transforma en un recuerdo triste, pero inevitable y necesario para detener los gritos de sus propios fantasmas que, en realidad, no recorren los pasillos del hotel, sino los de su propia memoria. Aceptar lo inevitable, por tanto, le permite escribir la historia que ahora empieza a entender. Así, las manos se convierten en una parte de su pasado, en una parte de ella; en una imagen que, sin dejarse olvidar, permite que se construyan nuevos recuerdos, tristes o felices. Se convierten en una página de su memoria que forma parte del camino, que deja marchar a Julie desde un plano fijo y que acepta el lugar que ocupa en su vida: el de un fantasma transformado en recuerdo eterno.