Todas las artes han desarrollado una evolución que comienza en el mismo momento de su fundación. En el caso del cine, este tránsito a través de distintos estilos y registros se ha llevado a cabo de manera vertiginosa, en el escaso siglo que ha pasado desde que los hermanos Lumière comenzaran sus exhibiciones en los cafés de París. De la teatralidad de sus inicios pasamos al despliegue propio del Hollywood clásico, y del intelectualismo soviético al realismo de la Nouvelle Vague y del cine italiano de posguerra. ¿Cuál es el siguiente paso? La respuesta está dentro de nosotros y, más concretamente, en nuestras tripas.
Diamantes en bruto es la sexta película de los hermanos Joshua y Benjamin Safdie, que, estrenada tan solo dos años después que su predecesora Good Time (2017), parece consolidar un ciclo de cine neurótico y estresante por parte de la pareja de directores neoyorquinos. Podemos entender esta duología simplemente como un fruto del estilo que han desarrollado los Safdie o podemos ir más allá y tratar de entender las implicaciones y el alcance que este cine agobiante puede llegar a tener. ¿Diamantes en bruto es simplemente una obra notable que se terminará perdiendo en lo más profundo del catálogo de Netflix o es realmente una película que ha aportado algo nuevo al panorama cinematográfico?
Diamantes en bruto comienza con una travesía a través del interior del protagonista Howard Ratner, magistralmente interpretado por Adam Sandler, que se está sometiendo a una colonoscopia que nosotros experimentamos en primera persona. Uno de los directores del filme justificó en una entrevista este viaje psicodélico por el interior del protagonista afirmando que quería comenzar la película “en el culo de un tonto del culo” (“in the ass of an asshole”). Sin embargo, aunque la cámara se aleje del colon de Adam Sandler tan pronto como los créditos iniciales desaparecen, en ningún momento del film abandonamos las tripas del codicioso joyero Howard, que a base de temerarias apuestas y decisiones va delimitando su propio camino hacia la destrucción.
Pasados los primeros minutos de la película, cualquier espectador es consciente del ecosistema en el que se acaba de adentrar: una jungla alzada a base de joyerías, mamparas antibalas y mostradores se despliega ante nosotros tan vertiginosamente como el dinero y los gritos que los personajes emplean para abrirse paso dentro del caos. En esta Nueva York frenética (que se yuxtapone a la Nueva York romántica de tantas películas navideñas y a la Nueva York decadente de Taxi Driver) tanto las amenazas como las soluciones se sitúan fuera del plano de lo racional. Howard es el resultado perfecto de la adaptación evolutiva a este ambiente, y la misma irracionalidad de urraca que le atrae hacia los anillos, los pendientes y las sortijas le guía también a la hora de abordar sus relaciones personales y sus negocios.
Diamantes en bruto no es una película difícil de ver, pero tampoco es agradable: los gritos, las prisas y el cúmulo de chapuzas que el protagonista acumula a sus espaldas no hacen más que aumentar la carga de estrés que llevamos encima, de la que no nos libramos a través de ninguna catarsis y de la que no aprendemos nada, por fortuna o por desgracia. Si bien no podemos tildar esta película de antiintelectual, pues sin duda es necesaria una gran destreza y capacidad para desarrollarla y la falta de inteligencia es castigada continuamente, sí que podemos considerar esta película como primitiva, en el mejor sentido de la palabra. Los Safdie no quieren contarnos una historia, sino hacernos sentir una historia. Quieren hacernos sufrir junto al protagonista por medio de una empatía primaria que no desarrollamos porque Howard nos caiga bien o porque lo entendamos, pues que lo único que realmente sabemos de él es que es un completo capullo; cuando vemos como deteriora y destroza sus vínculos emocionales y sus negocios a base de discusiones sin sentido e impulsos violentos o sexuales, desarrollamos una empatía primitiva parecida a la de las fieras que se detienen a ayudar a otra alimaña que no pertenece a su manada, solo porque ambas comparten especie y cuerpos: los mismos picores, los mismos temblores, los mismos placeres y los mismos dolores.
En Diamantes en bruto nos movemos junto a Howard gracias a nuestro lado más animal, y sufrimos también en nuestro lado más animal. En mi humilde opinión, creo que Diamantes en bruto, pese a su discreción entre el gran público, no es un fenómeno aislado, pues habla de manera clara un lenguaje que, con todo, no ha inventado y que no morirá con ella: el lenguaje de la entraña.
Un nuevo cine de la entraña
El filósofo griego Platón encontró en el ser humano un triunvirato de pasiones y emociones: mientras que la razón gobernaba a la hora de desarrollar el conocimiento y asimilar la realidad, las pasiones nobles impulsaban al ser humano para actuar con valentía y afrontar grandes gestas. En el rincón más sucio de nuestra alma, sin embargo, habitaban las bajas pasiones: el deseo sexual, el hambre, la pereza y otros tantos impulsos que harían las delicias de cualquier psicoanalista. El cine es, sin duda, el espejo del alma del ser humano moderno, y desde sus inicios se ha ido desplazando en distintas direcciones, con el objetivo de cubrir estas tres parcelas que ya distinguió el filósofo griego: razón, corazón y tripas.
Cuando lloramos porque Jack no cabe en la tabla, porque Hachiko espera incansablemente a su dueño en la estación o porque Peter Parker le dice al señor Stark que no se encuentra muy bien, es nuestro corazón el que se encuentra con el del realizador de la película. Todos conocemos este lenguaje de las emociones y los recursos que el cine emplea para generar una catarsis que de un sentido a todo el conjunto. Por el contrario, estamos menos acostumbrados al cine intelectual que no nos despierta nada dentro, que nos deja indiferentes y extrañados (tal y como proponía el dramaturgo Bertolt Brecht con su efecto de distanciamiento) pero que a su vez pone nuestra maquinaria intracraneal a trabajar. Entre el drama y el ensayo, sin embargo, encontramos ese tercer camino desagradable que los humanos solo abrazamos en la intimidad. Quizá haya sido esa costumbre civilizadora la que haya hecho que este posible lenguaje se haya desarrollado discretamente, integrándose más bien como recurso para dar fuerza a otro tipo de obras, como Funny Games (1997) de Michael Haneke, que es muy irracional pero también muy intelectual.
La manera más sencilla de invocar a la entraña es a través de lo violento y lo escatológico, hacia lo que de manera natural solemos desarrollar un rechazo que en ocasiones llega a ser hasta físico. Cuando los recursos de este tipo se emplean con la intención de evocar estas sensaciones corporales, teniendo o no una vocación estética adicional, entonces estamos accediendo la entraña. El género del body horror, dentro del cual encontramos directores como David Cronenberg o Tim Gordon, realiza en cierto modo esta exploración, cuando se recrea presentándonos criaturas con cuerpos deteriorados y deformados hasta extremos demenciales. El género del gore (y, sobre todo, el del oscuro snuff movie) también responde a estas inquietudes, cuando no emplea la crudeza como golpe de efecto o herramienta de transgresión.
El cine erótico y la pornografía también responden a esos bajos instintos sin valerse de la violencia. Y aunque son géneros independientes más que consagrados, probablemente los más consumidos del mundo, dentro del cine comercial el sexo tiende a tener cabida bien como reclamo o bien como recurso narrativo para reforzar ideas como el amor o la dominación.
Entonces, si existen tantos precedentes, ¿qué hace que Diamantes en bruto me haya resultado especial?
La película de los hermanos Safdie, al contrario que los ejemplos que he mencionado antes, no necesita de la violencia o el sexo para llamar a la entraña. Aunque en determinados fragmentos estos elementos cobran importancia, es el aspecto formal el que se impone al temático, y el que realmente nos angustia, nos estresa y nos agobia. El logro de Diamantes en bruto es el de hacer un uso del lenguaje cinematográfico que consigue, por si mismo, revolvernos las tripas. El director argentino Gaspar Noé llevó esta práctica al extremo un año antes que los Safdie, con su excelente película Clímax (2018), en la cual la cámara se agita, se arrastra y se desliza a través de los fibrosos cuerpos de los protagonistas, inmersos en un viaje alucinatorio producido por el LSD. Cada una de las decisiones tomadas por Noé en Clímax tiene como objetivo sumergirnos en este viaje que, más que evasivo, es angustioso, mareante y confuso. En Clímax, al igual que en Diamantes en bruto, la historia es una excusa para que reaccionemos y nos impliquemos somáticamente, para que nos sintamos incómodos y revueltos a nivel corporal.
Diamantes en Bruto y Clímax son buenas películas y, a la vez, experiencias desagradables. ¿Sería posible desarrollar un cine de la entraña que trajese consigo buenas sensaciones? ¿Un cine que representase el placer que sentimos cuando degustamos un trozo de pastel y no los espasmos que sufrimos tras las arcadas cuando lo vomitamos? Quizá haya sido, Call me by your name (2017) de Luca Guadagnino, para mí, la película que más se ha acercado al objetivo de desarrollar sensaciones corporales agradables. Y es que Call me by your name, más que del amor, habla de la sensación de ser acariciado por los rayos de sol en verano, de notar cómo las gotas de sudor se deslizan por nuestro torso y de sentir la humedad del agua y el frescor del campo.
Aunque el cine siempre aspira a contar más y mejor, ya ha andado un gran camino en el ámbito del pensamiento y las emociones, y no tanto en el de las tripas. Si realmente el futuro del cine está en la entraña, entonces el escritor Aldous Huxley tenía razón cuando en su distopía Un mundo feliz (1932) describía los mecanismos que generaban las sensaciones táctiles y olfativas que complementaban las aborrecibles películas del futuro, que Huxley presenta como ejemplo de la decadencia del arte en un futuro terrible.
Si tomamos ese camino, nuestro deber como creadores es el de desarrollar películas que se sobrepongan a esta decadencia morbosa huxleyana y que hagan evolucionar más este séptimo arte que tanto amamos.