Un secreto para el avance y el crecimiento personal reside en lo menos sospechado: la pausa
Con frecuencia admito, siempre algo avergonzada, mi lentitud a la hora de escribir y leer. Se supone que es algo que no debería afectarme, pero parece ser que en esta época no se nos permite existir a los “lentos”. Confieso que tengo multitud de hobbies y yo misma me encargo de rellenar los huecos del día con actividades. Soy de las que necesita moverse y distraerse, aunque en estos últimos días me veo forzada a quedarme quieta por la COVID-19. Pero admito, de nuevo, mi lentitud. Conozco personas capaces de zamparse libros y series en menos de un día. Yo sigo enfrascada con un libro y una serie durante meses y no hay forma de avanzar.
Aquí se podría echar la culpa a todo y a todos, pero es cierto que nos hemos acostumbrado a vivir frenéticamente. A consumir, gastar, usar y tirar en poco tiempo. Y sí, nos afecta a todos, pero creo que esto solo genera mayor ansiedad. Desde jóvenes se nos habla de nuestro futuro y se omite nuestro presente. La tecnología nos absorbe y nos cansa en pocos días. La gente corre al leer, al escribir, al ver series y películas… La gente publica enseguida sus escritos, saca canciones, recopila libros y consume vídeos. Y yo me pregunto: ¿acaso ha dado tiempo a madurar? Está mal visto ser lento, pausado, no tener prisa. Especialmente en la ciudad. Yo misma me siento desbordada porque no cumplo nunca mis objetivos en ese sentido.
Para ampliar: Goodreads: cuanto más mejor
Tengo conocidos que ya trabajan en empresas fijas, con sueldos digamos “moderados” para su edad. ¿Pero acaso ha dado tiempo a madurar las cosas? ¿Alguien se ha atrevido a pararse durante un tiempo y observar? ¿Han conseguido adentrarse en su interior y ver cómo están las cosas? ¿Si tiene algún sentido, si están siendo fieles a sí mismos, si en el fondo esconden más de una obsesión? ¿Realmente ese es su único fin, meta o pasión? En mi caso, tuve la oportunidad de detenerme a contemplar por meses en Alemania, un país difícil para vivir sola. Me daba largos paseos sola, acompañada de mí misma y mi cabeza. Asumiendo, preguntándome, perdiéndome…
La sensación de parar genera ansiedad a la gente porque siente que desobedecen la causa natural de nuestro sistema: estar constantemente produciendo. Lo mismo me sucedió a mí con mi cuenta artística de Instagram: ¿realmente disfruto haciendo esto o estoy produciendo, compitiendo, tratando de ser una buena creadora de contenido según lo que comprende la plataforma?
Le pido al lector que se detenga ahora conmigo. ¿No crees que todo va demasiado rápido? Llevo cinco años escribiendo una novela y me siento culpable por no haberla terminado. Sin embargo, noto que tiene un sentido que no esté todavía publicada. Me consuelo al pensar en mi querida Marguerite Yourcenar y su exquisita novela Memorias de Adriano. Ella también tardó unos años ideándola, escribiéndola, editándola. También tengo muy presente la lucha de Santa Teresa de Jesús sobre este aspecto que inculca tanto en su Orden del Carmelo Descalzo. Ella era una eterna defensora de la contemplación como medio para una posterior acción. Pues ambas cualidades, según la Santa, van de la mano por contrarias que parezcan.
Y como estas dos grandes mujeres, muchos autores pasados también fueron lentos. Quizá porque no tenían prisa. Quizá eran otros tiempos. Pero todos y todas sacaron un absoluto provecho de esa lentitud. Los filósofos y pensadores, artistas, escritores, poetas y científicos vivieron más silencios y parones que momentos de producción y escritura.
Hace poco, escuché a una psicóloga señalar la importancia de un ejercicio que proponía a sus pacientes. Se trataba de que estos se apartaran a un lugar tranquilo ―si podía ser, mejor cerca de la naturaleza―, y debían estar dos horas enteras con ellos mismos, sin móviles ni ningún tipo de distracción, sin escribir, sin leer, sin jugar; sin nada. Dos horas se dice pronto. Le pregunto de nuevo al lector: ¿alguna vez lo has hecho?
Es un ejercicio que yo alguna vez he tratado de hacer, y ya advierto que no es para nada sencillo. En ese tiempo, toda nuestra frenética cabeza se desborda y pensamos, pensamos, pensamos… No es agradable porque surge lo que menos nos gusta y nos recuerda que está ahí, que nos cuesta estar a solas con nosotros, que queremos siempre estar abducidos por cualquier cosa con tal de no soportarnos. Pero la magia del ejercicio es que, al final, toda esa carrera de pensamientos se vacía y logra hacernos un reseteo.
Por eso, soy defensora de la contemplación, de la falsa “lentitud”, de hacer las cosas a fuego lento. Cuando estemos preparados y sea el momento. Soy fan de los parones, pues nos permiten coger carrerilla. Y siempre animo a la gente a que tenga estos vaciles en su vida. Pues debo confesar, querido lector, que si no se tienen varias veces en la vida ―por muy pocos años que tengamos todavía― y estemos moviéndonos en constante inercia y bullicio, entonces y solo entonces, nuestra cabeza no tendrá más que kilos de basura conformista, poco crítica y, lo peor, complaciente con nuestra sociedad.
Muy buen artículo; gracias por recordarnos que vamos demasiado deprisa siempre y que parar no es sinónimo de detenerse, sino de ser conscientes de que estamos vivos.