Algunas de las películas más icónicas de los últimos tiempos cuentan con grandes influencias del formato y el estilo de los videoclips. ¿Puede construirse una buena película en torno a su banda sonora?

En cualquier conversación sobre el audiovisual, cuando nos referimos al séptimo arte que tanto amamos, tendemos a centrar casi toda nuestra atención en la faceta “visual” de una película, relegando siempre el apartado del “audio” a un segundo plano en el que se suele emplear para complementar la imagen o enfatizar alguna idea concreta. En esos casos, solemos reparar en la calidad de la banda sonora y quizá en algún detalle más, pero por lo general no solemos pensar demasiado en la relación que existe entre la imagen y el sonido, y en el peso que cada uno de estos elementos tienen en la narración. Y quizá se deba a que nosotros, como espectadores, ya hemos nacido con un cine sonoro en el que, en la mayoría de producciones, parece predominar la idea de “transparencia” que el influyente crítico francés André Bazin (1918-1958) defendió a lo largo de toda su vida.

La “transparencia en el montaje” que promulgó el autor de ¿Qué es el cine? (1958) promueve la creación de un cine sobrio y ambiguo construido sobre la objetividad de los hechos, que se debían mostrar en pantalla bajo los mismos parámetros con los que los percibimos en la vida real. Es decir, Bazin opinaba que el cine debía tener el objetivo de mostrar la realidad tal y como se manifiesta ante nosotros, y no el de mostrar interpretaciones de esta última que podían surgir de la visión subjetiva de un creador que quisiera revertir convenciones como la narración cronológica o la sincronía entre el sonido y la imagen. Frente a las posturas de otros teóricos influyentes como el cineasta Sergéi Eisenstein (1898-1948) o el dramaturgo Bertolt Brecht (1898-1956) que tanto influyó al Jean-Luc Godard más joven, la visión baziniana del cine rechazaba la construcción de cualquier significado mediante recursos puramente cinematográficos: si a Brecht y Eisenstein no les importaba (y hasta perseguían) que la obra se percibiese como un discurso elaborado, Bazin pretendía que, en la medida de lo posible, el espectador no notase que estaba viendo una película.

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En la película ‘Al final de la escapada’ (1960), Jean-Luc Godard experimenta con el Verfremdungseffekt que propuso Bertolt Brecht, haciendo evidente que estamos viendo una película.

Aunque la radicalidad del planteamiento de Bazin dificultó que la totalidad de su programa tuviese continuidad, parece que los principios más básicos sobre los que se construyó su teoría sí que han sido aplicados, de manera más o menos consciente, por una inmensa mayoría de cineastas que, ante todo, parecen dar preferencia al contenido sobre la forma. Y esto se nota en la percepción general que se tiene del séptimo arte: en la mayoría de escuelas de cine se invierte mucho tiempo en enseñar a los aspirantes a cineastas nociones imprescindibles para construir un cine orgánico y verosímil, como el raccord o el “salto de eje”. Y no es extraño, pues existe una gran cantidad de público que busca en las películas un entretenimiento y unas emociones que se consiguen experimentar al “sumergirse” en una realidad cinematográfica que, gracias a una serie de convenciones, se asimila con una naturalidad lejana a la frialdad de los fotogramas, los focos y las acotaciones en los guiones.

Al experimentar con estas convenciones, presentes sobre todo en el cine clásico de Hollywood, podemos conseguir efectos inesperados e interesantes que, sin embargo, hacen más evidente que estamos ante una película y no ante una realidad que se esconde detrás una pantalla. Sin embargo, con el tiempo nos hemos ido acostumbrando a los recursos del séptimo arte y nos hemos vuelto más “cinematográficos”: si Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) tuvo una recepción fría por, entre otras cosas, atreverse a contar una historia mediante flashbacks y adoptar ángulos de cámara “poco naturales” que mostraban los techos, hoy nos parece normal que Quentin Tarantino introduzca rótulos, divida sus obras en capítulos y opte por incluir planos aberrados e imposibles. De hecho, precisamente estos recursos son los que caracterizan y hacen tan atractivo al “cine posmoderno” del siglo XXI. ¿Será que, al sentirnos individuos sin una identidad clara, preferimos habitar simulaciones (como afirmó Baudrillard) que sabemos de antemano que son falsas? ¿Es cierto que preferimos una superrealidad hipertrofiada antes que un aburrido retrato cotidiano?

Sea como sea, lo cierto es que, mientras que el cine más comercial sigue en su mayoría adoptando una filosofía baziniana, el cine de autor experimenta más allá de la representación fiel de la realidad: desórdenes temporales, ángulos de cámara inusuales, argumentos eclécticos… Parece que estamos acostumbrados a toda clase de “rupturas” menos a las que tienen que ver con el apartado sonoro de las películas. ¿Has visto alguna vez una película en la que las palabras y los labios de los personajes no estén coordinados? ¿O una película en la que los sonidos más lejanos se escuchan a más volumen que los sonidos cercanos? ¿Por qué los directores parecen actuar con más reparo a la hora de romper con la “realidad del sonido”? Aunque siempre se ha dicho que es mucho más llevadera una película con una imagen mala que con un sonido malo, me extraña muchísimo que ningún intento de romper con las convenciones sonoras haya trascendido al gran público al día de hoy.

Pero, pensando un poco más, llego a la conclusión de que sí que existe una gran ruptura respecto a la realidad sonora a la que estamos más que acostumbrados: las bandas sonoras, que ayudan a construir ambientes o a transmitir emociones, deberían parecernos elementos extraños que nos tendrían que “sacar de la película“. Sin embargo, desde los tiempos del cine mudo, se ha empleado la música para acompañar a las imágenes sin ningún reparo: de la música interpretada con un piano en directo pasamos a los grandes arreglos orquestales compuestos por genios como Ennio Morricone, John Williams o Hans Zimmer. Aunque estas composiciones de tintes épicos siguen estando a la orden del día, la creciente popularidad de la música pop desde los años 60 ha llevado a muchos directores a escoger para sus películas temas de artistas de otros estilos lejanos a la música clásica.

Y precisamente de estas elecciones ha surgido una tendencia de rabiosa actualidad que no solo consigue romper con las convenciones sonoras, sino que también se sirve de la imagen para construir secuencias enormemente evocadoras y atractivas: estoy hablando de los “filmoclips”, películas que, sin ser musicales, se apoyan enormemente en la música y construyen su narración en torno a pasajes muchas veces de carácter descriptivo. Esta tendencia es totalmente contemporánea, no solo porque gran parte de su efectividad resida en la gran calidad de imagen y sonido que se consigue con la tecnología actual, sino porque es producto de la época del videoclip en la que vivimos actualmente. Por un lado, los videoclips presentan una serie de características que los hacen piezas muy atrayentes para la audiencia posmoderna: son obras breves y fáciles de consumir que cuentan con una producción impecable en su mayoría. Por otro lado, los “filmoclips” funcionan de manera tan orgánica porque la música es una herramienta muy efectiva para dar ritmo y no hacer pesada una serie de planos descriptivos. De hecho, la música no solo “ayuda” a construir las secuencias, sino que se yergue como el eje sobre el que estas funcionan.

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Con el propósito de ilustrar mejor este concepto, a continuación incluyo una serie de películas que, para mí, son grandes exponentes de esta corriente. Cabe destacar que casi todas estas películas han salido a la luz en el siglo XXI, cosechando elogios tanto por parte de la crítica como del público:

‘Carretera perdida’ de David Lynch (1997)

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El director estadounidense David Lynch, tal y como él mismo admite en su libro Atrapa al pez dorado (2006), siempre presta una especial atención a la música que incluye en su películas. De hecho, Lynch cuenta que, a la hora de escoger los temas de la banda sonora, no se fija tanto en los atributos de la pieza en sí sino en cómo combina con las imágenes a las que va a acompañar. Por ello, suele reunirse con su compositor predilecto, Angelo Badalamenti, y le hace tocar varias veces las piezas que tiene preparadas hasta que da con una que encaja a la perfección con la escena que tiene pensada. Este uso de la música se nota especialmente en su oscura y delirante Carretera perdida, que a través del sonido y las imágenes juega constantemente con los sentidos del espectador.

‘Magnolia’ de Paul Thomas Anderson (1999)

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La aclamada segunda película del incombustible director Paul Thomas Anderson es una obra ambiciosa de tres horas de duración que no solo cuenta con una fotografía y banda sonora exquisitas que funcionan a la par, sino también con un denso argumento sobre el arrepentimiento y el perdón con algunos tintes alegóricos. Al igual que en Boogie Nights (1997), Anderson se apoya en la banda sonora de la película para dotar a numerosas escenas de una magia y un pulso especiales.

‘Lost in Translation’ de Sofia Coppola (2003)

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Esta aclamada cinta, el “filmoclip” por excelencia, cuenta con una de las interpretaciones más memorables de Bill Murray y Scarlett Johansson, y también con una banda sonora cuidadísima a cargo de grupos de rock alternativo y shoegaze como The Jesus and the Mary Chain o Roxy Music. Los paseos y los tumbos de los protagonistas a través de las calles de Tokio están rodados con una sensibilidad que hace de Lost in Translation una película magnética, melancólica y bella.

‘Drive’ de Nicolas Winding Refn (2011)

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Probablemente Drive sea la película más conocida y celebrada del extravagante director danés Nicolás Winding Refn, que construye una delicada pieza de cine neo-noir de ritmo pausado y una cuidadísima fotografía. Ryan Gosling encarna el papel de un meditabundo y habilidoso conductor que se gana la vida colaborando en atracos y demás asaltos. Después de la llegada de una nueva vecina de la que se enamora, el protagonista tratará de cambiar tanto su vida como la de su vecina para escapar de la espiral de crimen y violencia en la que ambos viven. Pese a su argumento, Drive no se recrea en el confrontamiento físico, sino que transita pasajes más emocionales al ritmo de los sintetizadores de una banda sonora retro-ochentera compuesta por Cliff Martínez.

‘La novia’ de Paula Ortiz (2015)

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De todas las películas de esta lista, puede que esta reinterpretación del drama Bodas de sangre (1933) de Federico García-Lorca (1898-1936) sea la que menos se acerque al concepto de “filmoclip” que he tratado de exponer en estas líneas. Sin embargo, La novia cuenta con un puñado de escenas de carácter totalmente descriptivo que se apoyan y funcionan casi completamente gracias a su ecléctica banda sonora. La película no solo recurre a los versos de Lorca para crear momentos de gran lirismo, sino que también trata de crear poesía visual gracias a su excelente fotografía.


En estos tiempos de experimentación y vanguardia audiovisual, quizá sea el momento de dejar atrás los complejos y abrazar el “arte por el arte” que promueve el cine de “filmoclip” que tantas alegrías nos ha dado en el último siglo. Mientras tanto, contamos con mes de agosto perfecto para sumergirnos de nuevo en los melancólicos ambientes que nos presentan estas películas.

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