La sociedad estadounidense, deprimida por una guerra lejana, por las tensiones de la Guerra Fría y por la extrema polaridad ideológica, reflejó toda esta decadencia en su producción cinematográfica

Para este artículo de análisis estético necesitamos, primero de todo, definir cuáles son sus límites. Nos centraremos, principalmente, en aquellas obras con afán de representar en pantalla la crudeza visual, en tanto a la presencia de una sociedad abiertamente decadente. Es difícil definir un marco temporal para hablar del terremoto audiovisual que consigo trajeron los cambios provocados por diferentes circunstancias que se dieron, casualmente, al mismo tiempo: el público ya no se sentía atraído por el cine predominante hasta entonces, los grandes y hacendados productores acababan sus carreras al mismo tiempo que sus vidas, los directores de renombre como John Ford se acercaban al ocaso de su vida profesional mientras los géneros que solían abordar atraían cada vez a un público menor y las vanguardias europeas, a su vez, se ponían a la cabeza del séptimo arte. Esto supuso un caldo de cultivo idóneo para un nuevo renacer del cine. Una reinvención que iría desde finales de los 60, con el conservadurismo de Nixon ya instalado y criticado por películas como Easy Rider, hasta principios de los 80, con el fracaso comercial que supuso La puerta del cielo de Michael Cimino.

Tampoco podemos atener nuestro análisis a un género concreto, pues retratar a la sociedad del momento no tiene por qué suponer un encorsetamiento dentro de un drama crudo y formalmente realista. Aunque en nuestro imaginario colectivo hayan perdurado los thrillers policíacos y conspiranoicos como un retrato idóneo de aquel momento, no es nada desdeñable la aportación que supone el retrato sociopolítico desde otros puntos de vista. Este es el caso de la comedia alleniana, donde el director hacía gala de un existencialismo en clave de humor donde reflejaba “un individuo en constante tensión con el mundo en el que vive” y cuya falta de respuestas vitales lo suele sumir en un pozo de nihilismo tan crudamente real como hilarante. E incluso la ciencia ficción se aventuró a hablar de su contexto, pero situándose, eso sí, en tierras remotas. A estas alturas sobra decir que, tras la pirotecnia de La guerra de las Galaxias, George Lucas ocultó (a plena luz) un discurso político, presente en cada recoveco de su guion, de carácter ideológicamente alineado con la juventud estadounidense que deseaba luchar contra cualquier mínimo atisbo de fascismo.

Annie Hall
Fotograma de Annie Hall.

¿Qué es la estética del cine?

La cuestión estética alude a la interdisciplinariedad, pues sería en vano hacer un análisis sin incluir aportes de la teoría del cine, la antropología o la historia. Pero la estética es, en pocas palabras, “una reflexión de los fenómenos de significación considerados como fenómenos artísticos“. Mientras, por su parte, la estética del cine que aquí trataremos es “el estudio del cine como arte, el estudio de los filmes como mensaje en contenido/forma artísticos, es decir, como objetos agradables, bellos, sublimes […]; objetos todos estos que interpelan a la sensibilidad y a la subjetividad“. En relación a la reflexión estética cinematográfica, hay dos posturas definidas: la primera, que trata la producción artística con respecto a la abstracción creativa que en ella se encuentra, y la segunda, que profundiza en lo particular de la obra.

En cuanto a la actitud de los cineastas con respecto al gusto estético de sus obras, hay, según André Bazin, dos tipos de directores: aquellos que consideran que su propia obra ya es un fin en sí mismo y aquellos que subordinan la representación en favor de la realidad con el fin de acercarse a la verdad en tanto a la realidad. Esta última tendencia será la que marque a los directores del “Nuevo Hollywood”.

Aquí trataremos el cine como arte en tanto a su capacidad para asemejarse y representar la realidad y hablaremos de aquellos que, durante los años 60 y 70, se agruparon en la definición de lo que Kracauer denominó como “realistas”.

Para el correcto funcionamiento de este realismo, se necesita hacer cómplice al espectador de lo que está viendo en pantalla, que este realice actividades mentales durante la visualización para encontrar sentido a la ficción a la que asiste y que acabe por construir un sentido propio de lo que ha visto y ha escuchado.

Bonnie y Clyde
Fotograma de Bonnie y Clyde.

El Nuevo Hollywood

El viejo Hollywood, encorsetado en la idealización del mundo, existía para satisfacer las exigencias de un público deseoso de evasión. Pero la generación del baby boom nacida tras la II Guerra Mundial cambió el paradigma. Estados Unidos se encontraba en una decadencia provocada por el conservadurismo de las instituciones y su población se sentía obligada a continuar con la Guerra de Vietnam, lo que provocó la comprensión de la fragilidad del país por parte de su pueblo. Mientras, en el apartado cinematográfico, la rebeldía contra la “caza de brujas”, llevada a cabo contra aquellos sospechosos de ser comunistas, fue el germen de este “Nuevo Hollywood”, el cual no solo nació como reacción social, sino también como respuesta al desgaste de la industria.

La influencia de la “Nouvelle Vague supuso una revolución estética en Hollywood con respecto a las técnicas utilizadas (cámara en mano, improvisación, escenarios reales…), a la vez que heredaron de ella la concepción del director como autor que controla el más mínimo detalle de su obra. Así, en el manifiesto del “Nuevo cine de Hollywood” en 1960 se afirmaba que el cine tradicional había muerto y que su moral estaba corrompida. Surgiendo así el cine “underground representado por Cassavetes. Un cine que quería molestar al orden establecido.

Maridos
Fotograma de Maridos dirigida por John Cassavetes.

Tras la revolución de mayo del 68, el cine como arte acudió a una nueva transformación estético-ideológica, surgiendo así el “cine político”, del cual sería difícil datar el comienzo, pero podríamos decir que tendría su germen en Easy Rider, una cinta que plasmaba la despreocupación hippie y jugaba con técnicas de montaje modernas. Era, en definitiva, una obra muy libre en todos los sentidos. Y probablemente ese fuese el motivo de su éxito en taquilla, a consecuencia de la atracción que sentían los jóvenes cansados del conformismo artístico y disgustados por la clase política.

Estilo y estética

La consecución del realismo cinematográfico es indivisible de la democratización de esta manifestación artística. Ciertamente, este realismo no buscaba acomodar la realidad a la pantalla, sino “convertir la realidad en historias”. El cine se ve, desde esta perspectiva heredada del neorrealismo italiano, como una herramienta social donde, además de contar una historia, hay que introducirse en ella para ser conscientes de la realidad que nos pretende mostrar. El realismo definido como “una representación verdadera, objetiva e imparcial del mundo real, basada en una observación meticulosa de la vida contemporánea” había surgido, pues, gracias a la posición existencialista del ser humano y la necesidad de representación de la misma que apareció en el hombre europeo tras la II Guerra Mundial.

Los directores que pretendiesen denominarse a sí mismos como realistas debían cumplir una serie de parámetros dentro de sus obras. Parámetros mayormente relacionados con la cotidianeidad de la realidad explicada a través de personajes desorientados y contradictorios consigo mismos, tal y como se muestra el ser humano en la vida real ante la incertidumbre de la existencia. Para André Bazin era necesario este vínculo entre la representación y aquello representado, siendo así su pensamiento al respecto una especie de realismo fenomenológico de carácter trascendente gracias a la capacidad del cine para guardar testimonio.

Los realistas renunciaron al montaje. Y consideraron, por tanto, que la incursión de este crearía en la película un ritmo ficticio que deformaría el verdadero fluir de la realidad que pretenden reflejar. La impresión de la realidad debía ser in situ, de modo que la percepción comprendiese el movimiento como algo tangible, de manera que la cámara captase la apatía del mundo real, consiguiendo, por lo tanto, reflejar el discurso ideológico. Un discurso que se puede ver en todos y cada uno de los ámbitos que participan de una producción, desde el estilo hasta la narración.

Easy Rider
Dennis Hopper en Easy Rider.

Es a finales de los 60 cuando la estética empieza a tener en cuenta esta “representación” de la realidad como tal y no como fiel adaptación de la realidad. El cine dejó de trabajarse como “descripción de un hecho, sino más bien como un hecho en sí mismo“. Pero el realismo presente en buena parte de la década es un “realismo de respuesta subjetiva” dentro del cual el espectador siente la necesidad de formar parte a la vez que la obra se vuelve estilísticamente ilusoria para crear una fuerte sensación de autenticidad. Y esta armonía entre el espectador y la obra no sería posible sin el planteamiento del cine como aparato ideológico, lo que provocaba que la contemplación y examen del contenido fuese producido por el efecto del contexto ideológico.

Se podría decir que obras como Serpico o Taxi Driver, por poner dos ejemplos que tratasen de cerca el tema de la justicia, no únicamente son obras de calado realista, sino que también son reflexivas, y por este acercamiento, en cierta manera, son también revolucionarias. No solo proponen un retrato sobre la cotidianeidad de cuestiones sociales concretas, sino que también hacen ver al espectador la naturaleza de la representación de su realidad.

Todo este batiburrillo de ideas estéticas evolucionadas a lo largo de la historia del cine culminó en una producción artística única denominada por el periodista Tom Wolfe como “la década del yo“. Un yo decadente y paranoico, como así retratan películas como Todos los hombres del presidente o El último testigo, que confirmaban la falacia del sueño americano. El egoísmo reflejado en los personajes de Joe, ciudadano americano confirmaba este declive a la vez que introducía un rayo de luz para el desarrollo de películas de calidad prácticamente incuestionable. La realidad de los malos tiempos había sido de nuevo un filón para la creación. La subjetividad y el pesimismo elevaron de nuevo un lenguaje que parecía obsoleto y que estaba espantando a los espectadores. La identidad del yo estaba en crisis y los autores no querían solucionarlo, sino reflejarlo tal y como lo veían. Rompieron las reglas cinematografías tradicionales para mostrar (y demostrar) la vuelta del yo hacia la conciencia, dejando de lado el relato, pero mostrando la vacuidad del aquí y el ahora.

La oscuridad y saturación de los colores de la imagen evidenciaban esta degeneración tanto del yo como de su entorno. La estética se había vuelto un instrumento revolucionario donde lo feo y lo sucio se vuelve bello al instrumentalizar la autodestrucción. Nada hay más “bello” en su provocación, atrevimiento y significado intrínseco que mostrar en pantalla algo tan grotesco como el asesinato explícito de una niña, como en Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976). Una declaración de intenciones que evidenciaba una libertad artística absoluta dentro de una sociedad hipócrita como la estadounidense.

En los escenarios que envuelven toda la estética anterior destacan las junglas de asfalto de cimentación metalúrgica corroída por el paso del tiempo (French Connection: contra el imperio de la droga) donde la aglomeración de personas (que no sociedad) actúa egoístamente (Cowboy de Medianoche), o los barrios empobrecidos llenos de familias alienadas sobre cuyas espaldas pesan las deudas (Blue Collar). Lo que está claro es que para los directores de esta “década del yo” la ciudad no solo es un personaje más, sino que sirve también como fundamento de los personajes protagonistas, favoreciendo esto a la complejidad psicológica del discurso de la propia película. Un discurso generalmente dirigido por los propios personajes.

Blue Collar
El trío protagonista de Blue Collar.

La diversidad de estas ciudades, la moralidad y la representación identitaria que trasmitían eran captadas por los autores casi de manera romántica, porque el horror físico y espiritual era lo que consideraban como auténtica realidad. Y, para demostrar esto, los directores se ayudaban de una iluminación natural, minimizando lo máximo posible la intervención en ella, dotando a la imagen de un estilo visual áspero, crudo, poco pulido, prácticamente de carácter amateur. Ahí estaba la verdadera chispa de este cine. ¿Pero fue esta representación causa o consecuencia de las estructuras de la realidad? Esto, también, sería otro gran debate.

Temáticas sociales y políticas

La población estadounidense se encontraba experimentando una decadencia social, y no sería casualidad que dos de las películas inaugurales de este “Nuevo cine de Hollywood”, Bonnie y Clyde y El graduado, reflejasen en su estilo y en su relato lo que la juventud del momento ansiaba. El realismo quería tratar temas descarnados con un ritmo cotidiano, acercándose lo máximo posible a lo conocido por el espectador, destinado todo esto a un público joven e idealista que buscaba un cambio.

Saliendo del individuo y yendo hacia lo colectivo, vemos que en Estados Unidos se sucedieron una serie de políticas conservadoras que fomentaban la Ley y el Orden en un momento de máxima tensión social, algo reflejado en películas como French Connection: contra el imperio de la droga o Serpico. Ambas dedicadas a la podredumbre moral del contexto en el que se enmarcan sus protagonistas.

Durante los 70 hubo un creciente interés por el estudio de la moralidad y la ética en busca de vivir una vida virtuosa y buena. Afrontar una vida éticamente correcta era comprender y participar de las prácticas sociales compartidas y hacer uso de la tradición para obtener ese objetivo marcado. Todo con el fin de que el esfuerzo individual supusiese un beneficio común. Pues todo eso, para los personajes de estas películas, eran pamplinas que actuaban como atadura del yo individual. La libertad estaba por encima de cualquier guía moral. Dennis Hopper, director de Easy Rider, es un claro ejemplo de esto. La película ya era totalmente libre en sus formas y su estética, su narración era deliberadamente confusa y algunas escenas carecían de sentido. Rompió con toda la formalidad tradicional. Y no solo eso, sino que hizo un alegato al amor libre, a la libertad y a las drogas.

El sexo (Cowboy de Medianoche) y la violencia (El padrino) eran dos temas que no faltaban en casi ninguna de las producciones del momento. Podían mostrarse de forma explícita (el director Paul Schrader no tenía ningún reparo en mostrar ambas sin cortarse un pelo) o implícita (sugiriendo una violencia estructural y latente). La amoralidad que sugerían ambos temas se encontraba en cualquier esquina de las grandes ciudades, las luces de neón indicaban erotismo y vicio, mientras que la oscuridad sugería violencia. La sexualidad se mostraba desde la más absoluta naturalidad, con una iluminación y un entorno muy posiblemente heredado de las películas pornográficas que se pusieron de moda durante la década.

Cowboy de Medianoche
Plano de la Nueva York de Cowboy de Medianoche.

La violencia no encontró ningún tipo de barrera a la hora de exhibirse. Era una violencia que venía desde la marginalidad y se dirigía hacia la marginalidad, porque en el caso de que fuese de carácter ascendente hubiese sido rápidamente reprimida. La paranoia política precedida por el descontento de la sociedad hacia la política, tratada en películas como Todos los hombres del presidente o El último testigo, indica este miedo que la población desarrolló hacia unos poderes fácticos que movían a su merced los hilos de la sociedad. Y no era un miedo infundado por la fantasía conspiranoica, sino que era una realidad que el caso Watergate había sacado a relucir.

Por supuesto, si la libertad eran los cimientos de una nueva ideología que iba a fundamentar el nuevo estilo cinematográfico, no podría faltar, de ninguna manera, la reflexión acerca de la idea de justicia. Si en Alguien voló sobre el nido del cuco teníamos una historia post juicio que hablaba, de manera estructural, sobre las fisuras de la ley, en Justicia para todos atendemos a una crítica voraz y casi de forma denigrante, en tono de comedia, del sistema judicial. El ataque hacia uno de los pilares sagrados de Estados Unidos, la justicia, sostenía una explícita denuncia donde lo absurdo explicaba la realidad, usando las formas clásicas del cine judicial, pero introduciendo un fondo que se antoja relativamente cómico visto desde la distancia que se toma con respecto a una pantalla. La línea de la verosimilitud se traspasa varias veces para que el público juzgue a través de la hipérbole. Porque es bastante quimérico (y demencial) que un juez estadounidense dispare dentro de un juzgado para llamar al orden. O quizás no.

En cuanto a la fe, más allá del calvinismo de Schrader (Hardcore: un mundo oculto) y el catolicismo de Scorsese (Malas calles), el cine empezó a abandonar el realismo en este ámbito en favor de la fantasía y lo sobrenatural. La religión ya no se trataba desde la influencia que ejercía en el individuo y su entorno, sino que se frecuentaba directamente y con las formas del cine de terror. Así surgirían historias como El exorcista o La semilla del diablo, ambas capaces de usar una estética sombría para su objetivo de perturbar al espectador.

Relación con movimientos filosóficos

Hay que añadir que la estética de estas obras descansa sobre la filosofía que hay en sus historias. Podríamos poner como ejemplo más obvio de guionista influenciado por la filosofía a Paul Schrader, el cual tomó como influencia para construir al personaje de Travis Bickle tanto La náusea de Sartre como El extranjero de Camus. Normal que para estos personajes lo verdaderamente doloroso fuese estar vivo. El existencialismo está muy presente a lo largo de la década y Bickle es el ejemplo perfecto de ello. Un personaje que vive en una ciudad superpoblada, pero que se siente totalmente separado y solitario, una alienación que le hace transitar por caminos oscuros literal y metafóricamente.

La búsqueda y necesidad de encontrar el sentido de la vida le producen tormento y lo convierten en reaccionario. Para acompañar esta angustia individual, Scorsese se ayuda de una desarmonía estética que, paradójicamente, produce fuerza armoniosa. Para Rosenkranz, “lo feo no es sino autodestrucción de lo bello”, y si consideramos la humanidad como ese “bello”, Taxi Driver tiene sobresaliente en destrucción. En cuanto al movimiento artístico, podríamos definir esta cinta como una evolución del “Neorrealismo italiano”, porque comparte similitudes salvando las distancias: el retrato de la vida urbana, la sociedad como alienante y la violencia como derivado de esto.

Taxi Driver
De Niro como Travis Bickle en Taxi Driver.

Otra que también buscaba destrozar lo bello era Apocalypse Now, y lo hacía aún más de manera manifiesta, porque las imágenes de la selva vietnamita siendo destrozada por napalm se suceden a lo largo de la cinta. La deshumanización no para de sucederse mientras somos testigos de la maldad del ser humano contra la naturaleza y contra otros humanos. El horror por el horror. La selva se vuelve testigo de un viaje existencial de estética psicodélica. Los 70 resumidos en una simple idea.

Como vemos, hay temas que se repiten todo el rato en este “nuevo cine”. La alienación está presente en casi todos los protagonistas y es la causa por la que los dos personajes de Easy Rider se embarcan en una aventura provocada por la búsqueda de sentido de la naturaleza humana. Ambos, haciendo gala de la libertad que se perseguía, se abandonaban al hedonismo por medio del sexo y las drogas. Restauraban así los criterios que se deberían buscar en el “sueño americano”, lo que quizá para los más conservadores resultase como un antiamericanismo, pero simplemente era la búsqueda de un sentimiento que relacionase de manera más correcta el concepto de patriotismo con la realidad de un país cuya representación de ese concepto es plural. Y todo esto hacía que esta idea de aventura, con el fin de encontrar un nuevo sentido al concepto que no coincidiese con el de sus padres, fuese seductora para todos los jóvenes de una generación. Hopper y Fonda representaban la idea kierkegaardiana del seductor: dos personajes abandonados por completo a la aventura, viviéndola con intensidad, con libertad para poder marcharse de donde sea.

En todas estas obras y en todos estos directores existía esa “voluntad” que Schopenhauer exigía para existir y, además, para participar en la creación artística. Esa voluntad existía tanto en los personajes como en el autor. Pero esa voluntad es conflicto y trae con ella sufrimiento, y de ello solo podremos escapar mediante la contemplación artística pura; la belleza es nuestra salvadora y es capaz de llevarnos a un estado de quietud. Supongo que por ello deberíamos dar las gracias a Malick por su obsesión por lo estético, aunque es en Nietzsche donde todas estas obras confluyen. Para el alemán la experiencia estética es crisis. Crisis de los valores, ideológica, moral… Y ya ha quedado claro que todo esto estaba presente en la sociedad estadounidense y, por consiguiente, en las obras que nacieron a partir de ella. En Nietzsche la experiencia estética es experiencia de lo trágico, por lo que el final de Network, un mundo implacable o incluso de Taxi Driver le habrían parecido algo divino, incluso hasta para un ateo como él. En Ecce Homo escribió: “Vengo de lo trágico y hacia lo trágico me dirijo”, y Bickle llegó de Vietnam y acabó en un asesinato múltiple.

El cine del “Nuevo Hollywood” era nihilista, narcisista y existencialista. En palabras de Paul Schrader a la pregunta: ¿debo existir?, habría que analizar el significado del concepto de existencia.

Apocalypse Now
La belleza de la destrucción en Apocalypse Now.

Conclusión

El cine norteamericano de los 70 había buscado la contemplación por encima de las sensaciones, pero llegó un momento, casi a finales de la década, que el público empezó a interesarse justo por lo contrario. Los éxitos de La guerra de las Galaxias y Tiburón así lo demuestran. Los productores decidieron virar hacia temáticas que mostrasen componentes que la gente quería ver en pantalla. Lo reivindicativo y exigente dio paso a puras demostraciones técnicas. Definitivamente, la promesa de sensaciones fuertes que revolviese al público en su butaca revitalizó la taquilla.

La generación baby boom ansiaba ese cambio que colocase al cine como forma de escapismo, haciendo que así el séptimo arte tomase distancia con la realidad, porque no interesaba meterse en una sala a sentir un peso que ya sentían fuera de ellas. Lo curioso es que la frontera entre ficción y realidad se fue alejando tanto que acabó por difuminarse en el imaginario colectivo y hasta acabaron eligiendo como presidente a un reconocido actor de televisión y cine de serie B: Ronald Reagan.

En estos 80 se busca revitalizar al individuo, darles una nueva personalidad acorde al nuevo cambio de intereses en el público que ahora buscaba huir del realismo. Aparecen los héroes de acción; los protagonistas ya no venían de Vietnam cargados de vergüenza, sino que las historias dan un giro hacia el entusiasmo militarista, poniendo énfasis en las heroicidades y dejando claro quiénes son los buenos de la historia (los estadounidenses) y quiénes son los malos (aquellos países de ideología contraria). Se exalta la patria y lo militar, ya no se manchan banderas o simbología patriótica con sangre para que esa potente y sencilla imagen sirva como crítica del sistema, como en el final de Easy Rider, sino que esa simbología es usada como forma vigorosa de ofensiva hacia los enemigos.

La aventura y el espectáculo dejaron de lado los traumas que se encontraban a flor de piel dentro de la sociedad del país. Tampoco es casualidad que los villanos de este tipo de cintas de acción pasasen, con el tiempo, de ser nazis a tener acento ruso o a ser terroristas islámicos. La crítica ideológica antiimperialista tuvo que pagar un peaje que aún hoy sigue presente. Simplificó la variedad en la industria norteamericana y provocó una evolución hacia un consumismo de cobardía crítica y temor por los claroscuros morales. Creando un cine con miedo a materializar los instintos humanos y representando un deseo cohibido, siempre más a favor del espectáculo y la inmediatez que de incitar a la reflexión. No hay exceso en la lejanía ni en la cercanía de los relatos.

Rocky
El patriotismo en Rocky.

En los últimos años, siguiendo la pugna entre forma y fondo que ha marcado la totalidad de las vanguardias cinematográficas, la palabra ha cedido terreno ante la imagen hasta el punto de ser esta “sonidos huecos”. Sin ella, como vemos en el cine posmoderno representado por El club de la lucha o Joker, el (anti)héroe se torna delirantemente anárquico y, por último, carente de la comprensión de sus deseos, en busca de la representación del caos de la realidad, de la alienación kafkiana y lo siniestro freudiano. Constituyendo así el fin de la subjetividad en la transmisión artística.

En palabras de William Friedkin, todo este movimiento del “Nuevo Hollywood” era “tomarle un pulso a los Estados unidos”, y por consiguiente a la industria. Porque presenciar a los personajes de Dennis Hopper y Peter Fonda muriendo impredeciblemente al final de Easy Rider fue el principio del cambio, pero también un punto final.

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