Juan Albarracín, director de El instinto, que arrasó en festivales y se estrena en cines el 16 de mayo
El instinto, ópera prima de Juan Albarracín, narra la desventura de Abel, un arquitecto cuya carrera está en peligro debido a que sufre una fuerte agorafobia. Tras un ultimátum del estudio, decide ponerse en manos de una terapia experimental que le ofrece su vecino José, un adiestrador de perros. Esta película ha sido galardonada en el Festival ABYCINE, en el Buenos Aires Rojo Sangre, en el Isla Calavera, en el FANCINE de Málaga, en el Sombra y en el Terror Molins. En estos festivales se ha destacado el valor de su guion y el enorme trabajo interpretativo de sus protagonistas: Javier Pereira (Goya por Stochkolm), Fernando Cayo (La casa de papel) y Eva Llorach (Goya por Quién te cantará).

I. Educación: visión general
Según la Fundación Mayo Clinic, “la agorafobia es un tipo de trastorno de ansiedad que implica tener miedo y evitar lugares o situaciones que podrían provocar pánico y sensación de estar atrapado, indefenso o avergonzado”. El tratamiento para la agorafobia es complejo, puesto que implica la confrontación directa de los miedos. Por otro lado, el instinto, tal y como lo entendía Darwin, es una conducta innata que responde a estímulos. Finalmente, el adiestramiento canino es el conjunto de métodos disciplinarios que pretenden entrenar y educar el comportamiento de los perros para que sea el adecuado; doma los instintos de los perros.
En medio de este triángulo de conceptos es donde Juan Albarracín construye su película. Dándole al protagonista la necesidad de superar su agorafobia, enfrentándose a sus mayores miedos a través de un entrenamiento canino. Este entrenamiento hará florecer sus instintos de supervivencia. También es el triángulo de conceptos donde los espectadores podemos enmarcar lo que supone una película como esta en un contexto audiovisual y cultural como el que nos rodea.

II. Obediencia: trama y trauma
El instinto es, por encima de todo, una soga que se va tensando alrededor del cuello a medida que avanzan los minutos. Mediante el uso constante de la cámara en mano crea naturalismo e inestabilidad, contagia la ansiedad y el malestar del protagonista al espectador. Nos muestra lo prisionero de sí mismo que es Abel desde el principio con camisetas a rayas, vallado de madera rodeando la casa o con su oficina entre ventanales, como si de un escaparate se tratara. Además de encerrarnos con él por medio de la relación de aspecto de 1.55:1 —un 3:2, que está entre el formato clásico de 4:3 y el más común de 16:9—. Asimismo, usa unos planos cerradísimos y muy cercanos siempre a la acción y al detalle nos ahogan a través de la imagen.
El empleo de las imágenes de archivo es excepcional. Empezando por que Albarracín nos adelanta todo lo que va a ocurrir en la cinta con los primeros minutos, con las imágenes de archivo acerca del adiestramiento canino. Al igual que usa estos vídeos de archivo sobre adiestramiento para estructurar la trama de la película por conceptos: educación, obediencia y cobro. Luego usa recuerdos en VHS para profundizar en el trauma de Abel. Sin necesidad de diálogos explicativos ni largos flashbacks, tan solo con fogonazos de cinta de vídeo vamos conociendo el porqué de la agorafobia del protagonista y el daño que le provoca. Accedemos a la oscuridad de su memoria a medida que visualmente se oscurece la imagen, pues se oscurece la historia y, por tanto, el tono.

En los festivales se ha puesto muy en valor su estupendo elenco. Eva Llorach encuentra un punto muy concreto entre ser una figura materna, la dueña y el interés romántico de Abel, rol muy complejo de lograr. Por su parte, Fernando Cayo vuelve a hacer de cabrón desalmado, de conservador con licencia de armas y oscuro pasado secreto. Con una mirada capaz de llevar a Javier y al espectador donde quiera, comemos de su mano. Y quien se echa la película a la espalda es, por supuesto, Javier Pereira. Qué manera de sufrir por alguien. Construye un personaje cuyo desarrollo interno no va a la par que su desarrollo físico. Cuanto más deshumanizado está, más capaz es. Cuanto más perro es, menos habla, pero más piensa. Cada vez más cerca del suelo, más sumiso, pero más cerca de su objetivo. Una interpretación de aplauso.
III. Cobro: conclusión
¿Es esta una película que vaya a reventar la cartelera nacional? Lo más seguro es que no, aunque ojalá me equivoque. Pero por eso mismo hay que ir a verla. Lo que realmente importa de una película en nuestro actual contexto cultural y audiovisual es que se hable de ella al menos durante una semana seguida. Que alguien la ame en un festival y lo escriba o lo diga en un reel y todo el mundo, justo al instante, copie y pegue ese ¿amor? O al revés, que se contagie el odio de un espectador a espectadores presentes, pasados y futuros. Lo que importa es crear una bola de nieve gigante de una sola verdad absoluta y que todos juntos la despeñemos por una cuesta durante, con suerte, unas semanas. Que la bola estalle contra una plataforma y a esperar la siguiente bola para repetir el proceso.

Por encima de todas las virtudes que tiene, si hay algo que demuestra El instinto es la necesidad que tiene la industria de nuevas voces. Escuchar nuevas voces ayuda a no acostumbrar el oído a lo mismo de siempre y evitar frustrarnos cuando en un futuro no quede más de lo mismo. Como decía, estamos en un momento en el que como espectadores nos dicen constantemente qué serie ver, qué película alabar, qué programa odiar, qué opiniones repetir. Nuestro criterio está siendo adiestrado y encerrado donde el algoritmo ordena. Es, por tanto, el momento perfecto de luchar contra lo previsible. Arriesgarse con esa película de la que apenas hablan en TikTok. Aquella de la que no hay carteles en las marquesinas. Buscar, investigar y ver lo que realmente nos apetezca. Educar nuestra mirada. Hay que morderle la mano al algoritmo y hacer caso a nuestro instinto.