Guillermo del Toro presenta en Netflix su particular versión del clásico Pinocho, una obra autoral de obligado visionado para los niños
Poco se podría hablar de Pinocho que no se sepa ya. Una historia por la que desfilan multitud de temas a tratar y que se presta a ser versionada con facilidad. Muchos se atrevieron con Pinocho antes que Guillermo del Toro, pero el niño de madera es, sobre todo, una imagen asociada a la marca Disney. La última versión del cuento por parte de la factoría de los sueños es tan reciente que podría haberle hecho sombra fácilmente a este proyecto animado. Sin embargo, donde la versión de Zemeckis y Hanks fallaba, del Toro ha conseguido crear una verdadera fábula.
Esta versión de Pinocho llega a la vida por medio de la técnica de stop-motion y pretende ir más allá de lo que lo hacen las versiones de Disney. Del Toro encuentra en esta historia algo que lleva toda su carrera demostrando y que le encaja como un guante: un relato de superficie infantil bajo la cual se encuentra, bien escondida, la crueldad humana.
Pinocho es más real en animación
Guillermo da su propia versión del cuento clásico, ahondando en la paternidad y en la pérdida, sin caer en la infantilización, pero sin olvidar a quién va dirigida esta historia. Esta nueva versión se acerca a la oscuridad del cuento original, pero sin traicionar su calificación para todas las edades. Su fidelidad a la obra clásica va apareciendo y desapareciendo durante el trascurso de la narración sin que ello afecte a su moraleja final. Es lo mismo, pero a la vez no. Del Toro introduce una serie de novedades, empezando por su contexto histórico, el cual sitúa durante la Italia fascista, muchos años después de la creación del cuento. Pero, al final, la historia sigue perteneciendo al tópico del camino del héroe, esta vez en su búsqueda por ser un niño de verdad.
El haber desarrollado (con acierto) esta versión durante la década de 1930 en Italia, le da al director alas para tratar profundamente diferentes temas que tengan que ver con la filosofía tras la obra. El tema de la muerte (y, por ende, de la vida) está muy presente. Un “objeto” que no puede morir, pero es consciente de la necesidad de ello para poder vivir. El cristianismo que aparece en varios puntos de la cinta no es casual, ya que es una religión, como Nietzsche decía, que niega la vida. Esto da una capa más a la idea de la mortalidad que Guillermo del Toro parece querer tratar en profundidad, pero que, sin embargo, el material original hace que se coarte en cierta manera de extenderse sobre él.
El fascismo y la represión es otro acierto de este Pinocho, puesto que, al fin y al cabo, la rebeldía del niño es imperiosamente necesaria para emprender su viaje. Estas dos ideas se enfrentan y acaban funcionando casi sin querer, de una manera totalmente orgánica. Incluso se atreve, en una determinada escena, a caricaturizar el fascismo (de una manera infantil, como no podría ser de otro modo) con el propio Mussolini en escena. Una forma inteligente de alertar a las nuevas generaciones del peligro de estas ideologías.
La estética de Guillermo del Toro
Como es usual, del Toro marca sus obras con un profundo sello autoral. Y no solamente a sus historias, donde los temas parecen ser recurrentes (la infancia y el amor en contraposición a la maldad humana), sino también al apartado estético. La imaginería de este Pinocho sigue la misma estela de las anteriores obras del director. Las criaturas obedecen a deformaciones físicas que los hacen únicos y originales. Pero, sobre todo, esto se nota en el propio Pinocho, el cual no tiene forma meramente humana, sino que es un tosco muñeco de madera vagamente pulido, lo que hace aún más visible ese deseo por conquistar la humanidad.
Al fin y al cabo, Pinocho es una historia preeminentemente infantil, por mucho que se intente comprometer con temas adultos. Sin embargo, el mexicano es la persona idónea para mezclar ambos mundos y hacer difusa esa línea. Su cinta es para niños, pero no los trata como meros espectadores títeres. Es una conversación de tú a tú donde el humor casi slapstick y las excentricidades sirven como nexo en común. Como el pegamento entre dos universos.
Pinocho de Guillermo del Toro no es perfecta. ¿Y qué?
Sin embargo, la cinta divaga en algunos puntos de su narración y, mayormente, en sus escenas musicales, las cuales son un tanto molestas porque no solo frenan la historia, sino que son canciones poco trabajadas e incluso molestas al oído. Pero es algo perdonable. Porque del Toro nos ofrece un espectáculo visual y una reflexión moral compleja que hacen que este Pinocho se vuelva un clásico moderno e instantáneo que me habría hecho babear de haberla visto en mi infancia. No importa que tanto los espectadores adultos como los niños tengan que pagar ciertos peajes para poder entrar de lleno en la obra, al final todo merece la pena. Su final triste, a la par que vitalista (y, por fin, humano) es la guinda final de uno de los mejores Pinochos que ha visto el séptimo arte. Póngansela a sus hijos.