Después de un casi distópico año 2020, no está de más visitar el género de los futuros imperfectos y abordarlo desde la particular perspectiva de Philip K. Dick

Philip K. Dick es uno de los autores de ciencia ficción más reconocidos de la historia de la literatura. El escritor nacido en Chicago en 1928 es el máximo exponente del posmodernismo en la narrativa sci-fi, pues prefirió alejarse de las estrellas y los invasores extraterrestres del space opera para experimentar con una ciencia ficción sucia y paranoica. En sus novelas encontramos personajes marginales, enfermedades mentales, abuso de drogas y crisis de identidad y percepción que encajaban a la perfección en el movimiento psicodélico que tuvo su esplendor en el Estados Unidos de los años 60. 

Dick ha publicado 44 novelas y numerosos cuentos recopilados en varios volúmenes. Dentro de su basta obra, destacan novelas como El hombre en el castillo (1962), Ubik (1969), Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (1974), Una mirada a la oscuridad (1977) y, sobre todo, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), que sirvió como base para la legendaria película de Ridley Scott Blade Runner (1984). Este clásico trata algunos de los temas principales de la obra del estadounidense, pues gira en torno a los problemas de autoconsciencia y de identidad que surgirían si, en algún momento, el ser humano llegase a tratar con replicantes, es decir, con robots dotados de inteligencia artificial aparentemente idénticos a nosotros.

También nos presenta un escenario terriblemente distópico, casi cyberpunk, que, pese a contar con el control de las corporaciones y con una hipervigilancia, no es del todo habitual en Dick, quizá por su tratamiento: este mundo claramente roto y contaminado es una pieza central en el relato de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que no podría funcionar (tan bien) en otro contexto. 

Fotograma de Blade Runner (1984) de Ridley Scott. 

Pese a contar con sus particularidades, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? entronca con la tradición literaria de las distopías, esas propuestas de mundos futuros poco apetecibles que tienen su mayor encarnación en 1984 de George Orwell (1949) y en Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley. Si bien estos relatos miran hacia el futuro, es evidente que, en realidad, contienen reflexiones acerca del contexto en el que un perspicaz autor observa los síntomas, por ejemplo, del autoritarismo estalinista (1984) o del capitalismo hipertrofiado y salvaje de origen anglosajón (Un mundo feliz o Leyes de mercado [2004] de Richard Morgan).

La distopía es un género atrayente a la vez que profundamente político y reflexivo, cuyos propósitos de radiografía social y crítica se han difuminado levemente en la nueva oleada de obras masivas postapocalípticas que, en lugar de provenir de la distopía, responden a postulados más próximos al cyberpunk. Estamos hablando de series de éxito como The Walking Dead (2010) o Los 100 (2014) y de las propuestas cinematográficas de sagas como Los juegos del hambre El corredor del laberinto.

En este sentido, podemos referirnos a una predominancia de la forma sobre el mensaje (solo hay que fijarse en el videojuego Cyberpunk 2077) y al worldbuilding como premisa dramática más que especulativa: la sociedad distópica/postapocalíptica es, en estos productos, un telón de fondo y una excusa que permite a los protagonistas vivir aventuras. No existe un intento de comprender profundamente esas nuevas sociedades terribles, y mucho menos de tender puentes reales con nuestra realidad cotidiana. Es por ello que, en lugar de alarmarnos o despertarnos, estas obras nos pueden arrastrar a lo que se puede denominar como la “Paradoja de la distopía”. Ante escenarios que, por excesivamente dramáticos y terribles, sentimos lejanos e inverosímiles, experimentamos una calma y un extraño alivio: “Al menos, no estamos tan mal”.

Fotograma de Farenheit 451 (1966) de François Truffaut.

Poco tiene que ver este sentimiento con la angustia intelectual de un Ray Bradbury que, en su Farenheit 451 (1953), no pronosticaba el final de los libros, sino el final de la cultura estática, perpetua y profunda en favor del consumo compulsivo y líquido de mensajes insustanciales. ¿Hasta qué punto se pueden considerar estas obras apocalípticas grandilocuentes y llenas de efectos especiales agentes al servicio de la pesadilla bradburiana? ¿Hasta qué punto se ha vaciado de ferocidad política lo que se nos quiere vender como distopía?

Al pensar en estas preguntas, siempre se me viene a la mente uno de los capítulos más infravalorados de la serie británica Black Mirror (2011): “15 millones de créditos”. El segundo episodio de la primera temporada de la serie relata a la perfección cómo el sistema es capaz de absorber los discursos antisistema y emplearlos como una válvula de escape ficticia, a través de la que se liberan presiones y gracias a la cual la dinámica de poder continúa perpetuándose. Esta idea me recuerda a un pensamiento ajeno que leí en Twitter, cuyo emisor por desgracia no puedo recordar, que criticaba el éxito de audiencia que está siendo El cuento de la criada (2017) afirmando que es fácil hablar de una sociedad patriarcal si presentamos un estado como el de Gilead, pero que lo complicado es referirse al sutil machismo cotidiano que sigue imperando en las realidades occidentales.

1984 y Un mundo feliz son novelas próximas al ensayo político y social, que funcionan y que nos inquietan por la profundidad de las ideas que manejan. Sin embargo, en cierto modo no conectan emocionalmente con nosotros del modo en el que sí que lo hace The Walking Dead, que sí que se esfuerza en construir en torno a sus personajes y sus conflictos, sacrificando quizás el mensaje político. Philip K. Dick, y este es solo uno de los motivos por los que siento admiración hacia él, sintetiza estas dos aproximaciones con un estilo único de distopía suave, que se aproxima a la especulación intelectual a través de la subjetividad de sus personajes.

Fotograma de A Scanner Darkly (2006) de Richard Linklater (2006).

Salvo en el caso de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Dick nos presenta los mundos que construye de manera sutil. No existen largas exposiciones ni un worldbuilding claro: a través de las intervenciones de los personajes sabemos que, por ejemplo, nos encontramos en un estado policial o en una dictadura de la hipervigilancia. Los protagonistas no tratan de rebelarse contra el mundo ni tampoco son héroes, pues solo tratan de subsistir y de cumplir sus propios objetivos actuando en un contexto que tienen normalizado y asumido. Por contar con estos detalles, una distopía de Dick se aproxima, más que ninguna otra, a la experiencia real de la opresión. En las dictaduras actuales, el grueso de la población no pertenece a grupos guerrilleros, y solo intenta trabajar y ganarse el pan sin ni siquiera ser consciente de todos los aparatos que actúan en las sombras de un régimen opresor. Por sutil y natural, la distopía de Dick moviliza y conciencia.

Casi 30 años después de su muerte, el legado de Dick se mantiene más vivo que nunca. Además de Blade Runner, existen otras muchas adaptaciones audiovisuales de la obra del estadounidense, cada cual más exitosa que la anterior: Total Recall (1990) de Paul Verhoeven o A Scanner Darkly (2006) de Richard Linklater. Sin embargo, hoy me quedo con la técnica distópica del genio de Chicago que, quizás, nos ayude a volver a reflexionar en serio sobre nuestro futuro.

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