La nueva cinta de Bertrand Bonello, estrenada en el Festival de Venecia el año pasado, relata lo que parece ser una historia de amor que, en realidad, narra un futuro horror inevitable del que nadie podrá escapar
El amor se mide con acciones, pero la verdadera prueba es cómo trasciende con el tiempo. Eso incluye sus formas y expresiones, sin importar lo moralmente correcto ni su correspondencia. Quizás es la mirada de La bestia (Bertrand Bonello, 2023) fuera de su trama general donde se pueden discernir las muestras de “amor” a través de la historia. Desde su apertura, estamos conscientes de que Gabrielle (Léa Seydoux) anticipa algo, sin saber qué es ni cuándo ocurrirá. En medio de una catástrofe natural en 1910, la sensación de peligro está presente por primera vez. Su miedo persiste en 2014 e igual en el 2044, al someterse a un procedimiento para “purificar” su ADN. Sin embargo, hay una constante en las épocas: Louis (George Mackay), con quien se relaciona o siente una conexión sin haberle conocido. Donde Gabrielle se encuentre en su vida, Louis está presente desde proyecciones que no comprende.
Su puesta en escena es abarcadora; la construcción de mundos con el pasar de los años y el enigma transversal que unen estos universos recae en el montaje enteramente. A un ritmo acelerado, el filme no da espacio para hacer conjeturas ni hipótesis mientras se visualiza, pero a la vez, su guion da pistas de un enlace que une todos los vínculos. Se percibe en las visiones, o recuerdos, que Gabrielle tiene y que se remontan en distintas épocas. Las circunstancias no importan en el transcurso del filme, porque es en los encuentros de los personajes donde creamos un entendimiento de su relación y cómo está vinculada con las memorias de Gabrielle en cualquier punto de “sus vidas”. Sea ambos conversando en un café, o en sus encuentros espontáneos en una pista de baile, el trabajo de imagen en La bestia conecta poco a poco la correlación entre ambos personajes con pequeñas incidencias que permiten la ampliación de su conflicto. Está en el roce de manos, en sentir la respiración en su lomo, en los desenlaces de sus conexiones. Parece como si el tiempo se detuviese cada vez que se juntan, y entre conversaciones existenciales, van dando forma a la bestia que atormenta a Gabrielle.
La cámara captura con precisión esos instantes de intimidad, que no caen necesariamente en lo físico. Puede haber contacto entre ambos, pero es por las actuaciones de Seydoux y Mackay que el deseo está palpable cada vez que aparecen en el mismo plano. Hay una sutileza en sus interpretaciones que enriquece el guion, en especial cuando ambos actores se exponen a las realidades de sus personajes y sus reacciones se revelan como explosiones viscerales de emoción. El amor entre los personajes en dos de los universos nunca se cuestiona, aun cuando su objetivo está en mostrarlo en sus puntos culminantes. Crea un contraste idóneo entre lo contenido de sus lenguajes corporales y los rumbos que sus personajes enfrentarán.
Hay una exploración introspectiva acerca de un futuro no muy lejano que aparenta atacar nuestra identidad. Su concordancia se pone a prueba desde su introducción, cuando estas incidencias aleatorias no ubican en contexto cómo pueden converger en el mundo de La bestia. El guion, escrito por el propio Bonello y basado libremente en la historia The Beast in the Jungle de Henry James (1903), moldea la figura de una bestia que no es tangible. Está presente en todo momento sin estarlo realmente. La preocupación de Gabrielle provoca la presencia de esta bestia que, con el tiempo, nace por los avances tecnológicos y el propio porvenir del futuro como lo conocemos. El texto aborda distintas décadas con diálogos muy característicos, pero es en el diseño de producción donde se percibe la ambientación de los espacios, utilizando las tendencias del momento para atribuir contexto. Su vestuario y estilización de cabello no pasan desapercibidos, ya que permiten establecer los parámetros y la diferenciación entre épocas. Además, proponen que, en el 2044, no solo hay una neutralidad estética, sino que, en la rebelión, hay oportunidad para retomar lo pasado.
La bestia es un retrato del pasado que puede parecer cotidiano para el espectador, que igual permite que se adentre en cuestionamientos muy presentes en la contemporaneidad. Es evidente cómo las influencias temporales evocan características distintivas en sus personajes, en la interpretación y en la trama. Seydoux se adapta, pero continúa reflejando a Gabrielle en su rostro, con gestos claves centrados en la duda y el miedo. El miedo a lo desconocido, a la incertidumbre, al vacío. Lo que parece impedir a ambos protagonistas entender su destino es irreconocible hasta su propio final. Su ritmo muy particular permite que el montaje sea chocante, pero igual de poético que la propuesta. La banda sonora se interpola entre las tres épocas, y, aun así, se camufla con su tono: melodramático, pero tenue. En las referencias audiovisuales, existe una continuidad elaborada para identificar y remontarnos a los mismos sentimientos que Gabrielle evoca cuando se expone a desencadenantes. Es una propuesta narrativa que acompaña al espectador, agarrado de la mano, y suelta sus capas para revelar una bestia que tememos en colectivo, pero que todavía no conocemos.