¿Qué mensaje transmite Cars? Frente a los postulados de la crítica rancia, la película de coches esconde un poderoso discurso de clases. Esta es la magia de la comunidad que crea el cine.

El cine es un arte fundamentalmente plebeyo. En su nacimiento, no se concibió como un adorno que decorase las mansiones de las clases altas, sino como una atracción de circo: un pasatiempo proletario, al que las clases menos pudientes accedían como alternativa a las grandes óperas burguesas. Es lo que le diferencia de todas las demás Artes. No es un cuadro o una estatua que vaya a estar a disposición del noble de turno. Es propiedad compartida del autor con su espectador. Esta idea no es de mi cosecha, sino que la recoge el periodista y escritor Pedro Vallín en su obra Me cago en Godard (2019). En ella, Vallín abraza el cine americano, a través de una tesis en la que expone cómo las historias de Hollywood, a menudo tachadas de conservadoras (por su carácter mainstream) transmiten, en realidad, un poderoso mensaje emancipador.

Teniendo en cuenta estos postulados, uno queda absolutamente maravillado ante una fresca visión política del cine menos político. Toda idea, en el cine, puede convertirse en una idea política. Todo argumento, por simplista o trillado, hace por vivir a través de un discurso determinado que el espectador puede o no captar. Mientras que el cine de autor a menudo peca de complejo, el cine palomitero te permite disfrutar de la obra por encima de si has desentramado todas sus capas. Pero siempre te deja un poso. 

Carsmunismo

Puede que no lo parezca, pero si analizamos Cars (John Lassater, 2006) con lupa, dejando fuera nuestros prejuicios intelectualoides antimperialistas, podemos descubrir un poderoso discurso de clases intrínseco en la obra. La política está ahí, desde el minuto uno en que Rayo sale a la pista de carreras. Es un joven talentoso, pero ambicioso e individualista; un pequeño anarcoliberal se esconde bajo esos guardabarros. Es un muchacho completamente alienado en post de ganar la Copa Pistón. Sin embargo, el que haya visto Cars pensando que este título de Disney es, simplemente, la historia de un coche de carreras es que no ha entendido nada. O simplemente ha preferido no hacerlo.

En Cars, Rayo McQueen encuentra en el pequeño pueblo de Radiador Springs una comunidad que lo acoge. Mate, Sally y los demás curan a Rayo de su alienación sistemática. Le devuelven su propio yo, que había perdido enfocado en que solo siendo el mejor se consigue la Copa Pistón. En Radiador Springs, el coche de carreras Rayo McQueen olvida que es un coche de carreras y toma conciencia de clase. Empieza a dejar atrás su repudio a “los coches oxidados”, hasta el punto en que, al final de la película, le ofrecen la oportunidad de fichar por Dinoco, pero decide quedarse en Rusteze. Ellos le apoyaron cuando no era nadie. Ellos, que representan a lo más bajo de la sociedad, son su familia. Rayo McQueen descubre lo que significa ser parte de algo más grande: de una comunidad, de una clase. Rayo descubre cuál es su sitio y, en la última vuelta de la carrera, pierde. No porque sienta lástima, sino porque entiende que una copa vacía no vale más que la vida de un camarada.

Doc y Rayo debatiendo sobre la plusvalía y el plustrabajo. Fotograma de Cars, de John Lassater
Doc y Rayo debatiendo sobre la plusvalía y el plustrabajo. Fotograma de Cars, de John Lassater.

No es que Cars haya tratado de crear un disney-riano concepto de Soviet en ese pequeño pueblo de la Ruta 66 (aunque no le falta ni los trabajillos forzados). Claramente Doc Hudson no es una representación automovilística de Vladimir Lenin. Pero Cars parece escrita por Karl Marx (Cars Marx, en la película): todo un nuevo Manifiesto Carsmunista. Sus ideas, si escarbamos en lo profundo de su trama, presentan una auténtica oda a la vida en comunidad. En Radiador Springs, todos se ayudan entre sí. Son pobres hombres y mujeres despreciados por una sociedad egoísta que los abandonó en favor de construir una autopista que ahorrase tiempo al resto de coches. Esa autopista que, en el fondo, no representa otra cosa que la constante necesidad de reducir costes y tiempo en favor de mayor productividad, ergo, mayor beneficio inmediato.

Mensajes en botella

Vale, lo cierto es que no creo que los creadores de Cars, en su infinita sabiduría, hayan escondido un discurso abiertamente comunista y anticapitalista en uno de sus clásicos cinematográficos. Es la verdad. De la misma manera que, por ejemplo, damos por hecho que muchas obras del arte contemporáneo transmiten determinados mensajes que, muchas veces, lo más probable es que ninguno de sus autores hubieran pensado enviarnos con ellas. Son mensajes que, como espectadores, como consumidores, damos. Es la visión que nos transmite, y que es legítima en tanto en cuanto la obra también nos pertenece.

Un coche rojo. (Pinterest)

Sin espectador, sin consumidor, la obra no lo es. El arte deja de serlo, porque un lector es parte fundamental del acto de escribir un libro. Escribir para nadie es raro, sino imposible. Al final siempre hay un lector último, aunque este sea el propio autor. Sus ideas las captamos a la deriva, como mensajes en botella. Son conceptos en un mar de letras, colores e imágenes. Son una construcción de patrones que para nosotros cobra un sentido, a menudo distinto de quien está a nuestro lado, o de quien lo ha escrito/pintado/grabado.

La verdad en lo que Vallín sostiene no está, en realidad, en el mensaje que realmente el creador haya querido transmitir. Su verdad, su postulado, nace de esa primera definición del cine. Es un arte plebeyo. Un arte hecho siempre para el espectador. El que va a dar el visto bueno, o no. El que acepta el ensimismamiento del auteur, o el que prefiere ver en la gran pantalla un cuento mainstream que lo entretenga. Un cuento mainstream que, en el fondo, le transmita un mensaje pegado a la actualidad: que le dé esperanzas. Y, si no, negad el empoderamiento absoluto de la mujer en Cars 3 (Brian Fee, 2017). Vamos, negadlo. Atreveos. 

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