Seamos honestos: no se nos da bien aceptar el éxito ajeno. A veces ni siquiera se nos da bien el éxito propio, pero el de otros es aún peor.
Cuando un libro, una película o una persona se hace famosa, sentimos la necesidad de decir “¡Yo lo conocía de antes!”, para que todos sepan que tenemos un ojo avizor que supo ver su valor antes que el resto. Sin embargo, en cuanto logran ese éxito, por merecido que sea, cambiamos la visión. De repente, no es para tanto.
Parece que Billie Eilish alcanzó su éxito de la noche a la mañana y que Élite es la nueva Skins: todos la critican y todos se la zampan. ¿El término que más decimos? Sobrevalorado.
Está sobrevalorado el reguetón aunque llene las discotecas, la tostada con aguacate que causa deforestación aunque te guste, los cantantes de Operación Triunfo y las horas de cola para que firmen los discos… En cuanto las telenovelas turcas sean un poco más famosas, también serán calificadas así. Es especialmente llamativo cuando el gran éxito viene después. Esto pasó con Van Gogh, quien murió sin reconocimiento. También con Frida Kahlo, cuya emblemática imagen en cuadernos y agendas nos ha cansado a todos.
Nadie es ajeno al éxito y al fracaso. Lo experimentamos en el día a día. Es imposible, por tanto, valorar una obra o la trayectoria de una persona, e incluso de uno mismo, sin tener en cuenta que triunfará y fallará.
Ejemplo de ello es John Travolta, quien estaba estancado hasta que Tarantino lo rescató para su icónico papel en Pulp Fiction. Algunos considerarán que era un fracasado en el periodo entre Impacto y esta película, pues las películas que protagonizó no fueron extraordinarias. Aun así, no dudo que millones de actores habrían matado por ser él, aunque por aquel entonces nadie recordara sus papeles en Carrie, Saturday Night Fever o Grease. Travolta estaba acabado hasta que hizo el papel protagonista de Vincent. A partir de ahí, todo éxitos hasta hace unos años, cuando la crítica volvió a sacudir las películas en las que participaba.
¡Yo lo vi primero!
Es común sentir el éxito ajeno como un ataque. Especialmente para los que tienen la necesidad imperial de ir a contracorriente, de enfrentarse a lo popular. Son aquellos que dejarían de lado a un escritor que los conmueve o a un cantante que les emociona solo porque ha conseguido el éxito, en vez de alegrarse por tener alguien con quien compartirlo. Es el clásico “Yo leía comics antes de que fueran mainstream“. De este modo, no apoyan el verdadero sueño del artista: poder vivir de su pasión y trabajo. En el momento en que atisba el dinero y el éxito, pierde su valor para ese fan, aunque lo gane para el resto del mundo.
Dejar de lado los gustos porque va en contra de nuestro ego supone el autosabotaje, más que mermar el éxito del que triunfa (como siempre, de forma momentánea). Por supuesto, hay que mantener el análisis crítico. Puede no gustarte un artista y considerar que está sobrevalorado (puesto que, en efecto, no ves su valor), del mismo modo que a mí Paul Klee y Joan Miró me dejan indiferente. Sin embargo, es interesante ver qué causa que tengan el valor que han originado otros y no olvidar que el dinero no es lo único que suma y resta valor.
Podríamos argumentar que realmente no son necesarias tantas películas de Fast and Furious o que Ed Sheeran no necesita los 36.000 euros aproximados que gana por minuto en un concierto (no, no todo se lo queda), y estaría de acuerdo con ambas afirmaciones. Aun así, mientras haya quien pida una novena película y a quien no le importe pagar mucho para ver a su cantante favorito, no cambiará. Si su calidad ha bajado en la octava película, no lo sé, pero tampoco podría negar que pudiera subir en la novena. Al fin y al cabo, el éxito y el fracaso fluctúan y no dependen solo del sujeto.
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